miércoles, 25 de abril de 2012

Carta de Ana número 7


 
    Te escribí poemas en diciembre. Poemas flamencos que marchitaron en primavera hasta volverse sapos. Si debiera citar un poema flamenco puedo decir tu recuerdo es una enredadera que inunda las calles y tu voz un recuerdo que ha perdido Dios. Si al caminar pienso en tu sonrisa crecen las ganas de trepar plantas y comprar pájaros de ojos tristes que viven en veterinarias, entrar al zoológico y terminar con la angustia de las fieras. Si de rememorar un poema de sapo se trata, emerge no podrás perderme Dios está rojo y de mi lado por haberme enamorado simplemente. No podrás perderme compañero de besos anchos y largas caricias. No importa donde vayas, en la línea del horizonte mis labios delgados  esperan tu sonrisa.
    El pecado de abusar del recurso Dios me llevó a la recursividad de encontrarme en soledad. Por debilidad o vacío los hombres y los animales echan mano de algún Dios como si se tratase de un pan. En mi caso es sólo colocar una tuerca más a la rueda de soñar para que no se me salga. No viene al caso. Creo que Dios no ha estado de mi lado porque el amor es cosa muy de adentro y en mi pecho no entran más que dos. Dios además está ocupado en junar a los desenamorados como vos.    
    A la escritura de poemas sapos se sumó la certeza (que siempre en el amor es de arena), de que estábamos en diciembre. Pronto crecería la marea de las vacaciones y amenazaban las agujas. Mas bien las agujas me apretaban contra la pared de diciembre, si saltaba, caía en la laguna de la soledad, el espejo del sol que refleja tu espalda, siempre tu espalda en dirección al sol.  
    Te escribí en diciembre y nadé en el tiempo, en su espeso y eterno pasado. Porque la única certeza es la muerte y no había tiempo que perder si cada día al despertarnos no somos los mismos y no estás para volar en flamenco o sacarte a cabalgar en sapo. En lo próximo o lejano el mundo siempre ataca nuestra niñez con sus fantasmas, el dinero, la especulación de la amistad, la pérdida que nos deja mudos, la postración de la alegría, el desencuentro, los múltiples relojes, el soplido del silencio. Tuve amigos que hoy no saben de mi vida, seres montados por el viento en el vuelo de otro cielo, y otros que sí saben de mis pasos y andan por la tierra cosechando risas y verdes momentos, que preguntan por el punto rojo en mi pecho izquierdo que no es mas que la duplicación en memoria del horizonte que se desangra en cada esquina de nuestro pueblo. Y como el destino de cada niño depende de nuestro hoy, traeremos un niño que será el agua de nuestro destino incierto, mientras nos siembren desiertos, insistiremos con flores, la mirada no es un mercado sino la fruta del amor, no nos carcomerán la carne con muecas de estética. 
    Apuntemos que nuestro pasar es en el giro de los planetas nunca vistos, el colibrí y el polen que levanta su aleteo, el papel a escribir que esconde el árbol. En el viento, se huele el barro que nos trajo sin más certeza que la de que debemos respirar acompasados. Ser pobres Ernesto es un castigo que nos puede convertir en hermanos. Tengo miedo. Y el único escudo con que cuento en este mundo de sentimientos en esqueleto es el escudo de tu amor contra el ogro poder del dinero.
    Escribí poemas sapos y te aturdí, dormida en mi propio sueño. Fue como golpear la campana que atrae los ángeles con un martillo de silencio. Y te fuiste. Eras sin boca, porque yo te besaba en laberintos de palabras donde paseabas con dragones de hielo en los bolsillos. Es tarde para decir tarde. Porque ya es de noche y aún te escribo.
    Te escribo por no buscarte de la misma manera que cada vez que te encontré, hablé para no besarte. Porque escribirte es acercarte a mi lado, desperezar el llanto, reír amarillo parado en la lengua del canario, recordar chiquicientosmil futuros tomados de los labios, renombrar lo gastado, dar con la estrella de tu mano que alumbra el piano del silencio, subrayar con un tallo las ideas secundarias, las pequeñas estaturas, visitar al ángel cerrajero y también abrirme al espanto del redondo punto final.
    Te ví en un aula de vidrio, era mi época de ayudantía en que para aprender a enseñar escuchaba. Yo andaba de hipocampo con un amor de yeso y una noche en que salí te ofreciste llevarme en auto. De tanto frío el aire parecía de agua ¿te acordás?, fui pez flotando en el espacio. En tu auto, un ford k, había un pequeño botiquín de primeros auxilios de donde debería haber extraído una curita. Bajé en la esquina de 1 y 60, ahogado en silencio de tanto susto, “estamos en contacto” me dijiste. Y no ha habido hasta la fecha una caricia. En vano esa noche en que el viento me acercó hasta casa los delfines tocaron violines al interior del bosque y la luna fue huevo de araña por colgar de estrella en estrella, la falsa certeza que en el amor Ernesto, como está visto al menos en nuestro caso, se vuelve arena.
   Difícil de creer. Vas a decirme estás loca, como dicen a  mi amiga Fernanda y ella contesta loca no, a cada instante enamorada. Es de confundirse en estos tiempos el amor con la locura. La locura enamorada que es la muerte desterrada. Bueno, en la mañana de ayer martes, después de darle de comer a las gallinas, peinar a los perros y revolcarlos un poco para ver como patalean a lo chancho y saltan felices con la cola hecha un garabato (cada bicho que habita el mundo incluído el peor de los bichos, el humano de hoy que ha perdido el ser, es feliz a su manera, pero mas feliz lo es cuando lo hace a su medida), salí a la calle, en realidad al camino de tierra para observar  a los animales de la parcela de enfrente, salté la zanja con el mate en la mano. Siete y cuarto de la mañana el pasto era una alfombra blanca y los caballos mordían lo que podría ser tranquilamente una nube. Creo que tus ojos invitan a este cuadro cada vez que amanece.
    Crucé el camino de tierra. Un caballo marrón claro de piernas negras murmuraba vapores y Tucídides tomaba nota a su lado. Apoyado en la tranquera fumaba con la pata derecha cruzada. Tucídides no, el caballo. A los pies de Tucídides había una sapo que también le daba a la lengua. Le alcancé un mate a Tusídides y luego al caballo. Al sapo no. Descubrí entonces que desde comienzos de primavera un sapo dicta a Tusídides y Tisídides es quien mueve mi mano a la hora en que te escribo poemas.
    Desconozco el extenso acontecimiento en que se hallaba ocupado esta mañana. El caballo no, Tucídides. Fue él quien en el 431, comenzada la guerra del Peloponeso y avizorando su extensión, al borde de lo interminable se abocó a la tarea de tomar nota de cada detalle, cada suceso. Su trabajo arrojó como resultado ocho libros que no culminaron con una guerra que finalizó siete años mas tarde. Sospecho su documento acerca de la guerra sea mas largo que la paz interior que me ha dejado el cargar con el fusil de tu amor. Disparando hacia atrás, reviví cada pájaro que asesiné de niño. Una tormenta de pájaros sangrados manchan todavía mis flores. Ahora debo matar los muertos. 
    Lo poco que se conoce de Tucídides se debe a que al narrar una crónica de guerra se narró a sí mismo. El hombre se acercó y me entregó los documentos. El sapo lo seguía de atrás reclamando firma y nota al pié. Estaban escritos con caligrafía de caballo, no sé si alguna vez has visto como escribe un caballo. Resucitados de la guerra, los caballos dictan a Tusídides y a mí los sapos. O sea que yo vendría a ser il postino de los sapos. Por esto mis poemas suenan verdes, fríos y arrugados.
    Te escribo, me despido y te veo levantar una flor y un pincel entre las espinas que me aguardan en cada madrugada cuando el día levanta sus puntas afiladas. Sobre tus hombros el niño con que jugaba mi viejo a la pelota, remontaba barriletes y hacía pié para subir al caballo, se muere de la risa. Todo tiempo nos olvida. Pero nacemos en otro río, corremos en otras sangres. En mis venas late el pulso del vuelo de tu ave.
    Cuando te regalé un libro escribí para mis adentros que me parecía una manera de tomarte las manos. No puedo parar de preguntarme dónde andarán tus pies.




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