domingo, 23 de agosto de 2015




Nace una isla

Con su cuchillo de sal en la sangre de las piedras 
la luna sembró una perla y se trepó a las palmeras. 
Y era tu ombligo una raíz rosada desde el pasto a las estrellas. 
Y eran tus dientes en la noche caballos blancos en la puerta de la cinemateca. 

¿Eran acaso semillas traídas de otro planeta? 
Eso no explica un cabaret en medio del monte convertido en una escuela. 
Y eran tus pestañas de cabrito creciendo con la arboleda. 
Y era tu boca un ojo de agua con peces en el patio de una biblioteca.

En la escalera del rio un pescador sin manos toca una guitarra sin cuerdas
y el teatro de la canción peina con dientes de cocodrilo sus flores de tela. 
Y era una cabeza de elefante emplumada en el bolsillo con las alas de una estrella. 
Y eran tus ojos monedas de corcho para comprar el destino y un relojito de arena. 


De la ciénaga a La Habana

Y con tus ojos como dos pesetas compramos maní camino a la plaza. 
El pueblo lanzaba al viento de la fe sus últimas palomas coloradas. 
Era un cuento su ternura derramada y las venas de la lluvia 
trazaron en la tierra que cada cual convida y absorbe el mundo 
de acuerdo a la teta mamada en casa.

Un teatro de piedra nacional se levantaba contra el bolsillo internacional 
y ponía a sus actores de pan sobre la mesa del pueblo. 
Los artistas rompían con lengua de martillo semillas 
sobre la espalda de la virgen dedicada a coser banderas 
a las sombras de los pájaros y con sus alas araba en madrugada.

No creíamos en ella pero era la madre del otro dándonos el pecho 
en el mercado y había que acariciarla quitándose los zapatos 
en un ir y venir por filas de casas españolas y americanas 
con columnas en el rostro tan sucio de colonialismo  
como las promesas por internet o el sexo de las computadoras. 

Y con el agua de los ojos espantamos del jardín al animal de la sequía
mientras los hijos descarriados lavaban esta mañana 
en las fuentes de la sed sus perros sarnosos.
Entre paredes de piedra los árboles rodeaban la plaza
y colgaban de la altura sus barbas de madera 
que tocaban las teclas de un piano en una sala de mármol 
donde tu mano se confundía con el naranjal detrás de la ventana. 

viernes, 21 de agosto de 2015

Derrota del odio mundial

A los gatos del barrio les brilla el esqueleto flaco
y se les despiertan hasta las uñas de los párpados
cuando bajo el planeta semental de leche y talco
observan tu figura de noche atravesar la calle oscura
igual a un pájaro enjaulado en una garganta,

esperan nuestros restos después de la cena con los ojos achinados
y lamen con lengua de lagarto escamado los ventanales amarillos
mientras del otro lado se dibujan sombras rojas
desesperadas por roer el hueso de la ternura
aunque a veces no sepa a dulzura porque la cebolla también es así de necesaria,

y es que no podemos mostrar al mundo nuestra sonrisa de lobos domesticados  
si a la hora de compartir la luz enterramos el cráneo de la luna en solitario
o frotarnos en la calle los ombligo con verbos de un egoísmo edulcorado
mientras en la intimidad acariciamos nuestros animales internos
con el guante del egoísmo y el odio mundial,

porque para eso existe la rústica isla de la excepción
enseñándonos a poner los platos nuestros sobre la madera de todos
y a curar la espalda del pasado con el espinoso animal de la locura
que envuelve el futuro en sábanas anónimas
para que no nos desgarre el pálido frío de alrededor,
 
capaz de matar la melancolía de los gatos
carceleros de un misterio dentro del cual los ratones aúllan
desde lo alto de una jirafa y hacen el amor con más humanidad
y travesura que los hombres que han perdido la curiosidad y el misterio,

son ahora palomas degolladas alimentadas con migas de sangre
que prestan plumas a los hijos de este pedazo de piel que no podrán matar
por ser portadores de una ternura impermeable a la maldad e insensibles
a las caricias de plástico con el guante del odio mundial.