jueves, 30 de agosto de 2012

Gordo

Monstruo de manos delgadas hoy escuchamos retumbar en el aire
tu voz que humedecía la sangre,

paloma de caricias laureadas en la caverna del silencio del mundo
como un hombre en soledad
gordo niño que habitas en la paz con tus canciones
minotauro del tango con hambre de amar

se ha callado tu guitarra para oírte cantar solito
nos sacabas de la mano para andar por los labios de la risa
soplaba una alegre tristeza desde tu garganta
se escuchaban los ecos de un farol repleto de grillos
y la piel era una calle de adoquines después de llover
al escucharte cantar la vida mudaba en cristal.

Se ha callado tu guitarra como muere un animal
en el alegre zoológico de tus melodías
gordo
los ángeles guapos del tango te han sacado a pasear
y has dejado a tu guitarra boquiabierta
tibio y querido animal que nos hacía hincar los dientes al cielo
algo semejante condenó a Rocinante a pastar
en los campos verdes de la soledad
sin su jinete La Guardia detuvo su espada vocal
y nos quedamos con el eco de tu aletear gordo
con tu voz que nos componía una ventana donde descansar.

Monstruo de manos delgadas
aún oímos retumbar en el aire
tu voz emocional humedeciendo la sangre
una paloma de caricias laureadas
que crecía de tu caverna como un hombre en soledad
monstruo solitario que habitas en la paz de las canciones
minotauro de tango con hambre de amar. 

viernes, 17 de agosto de 2012

Primera palabra

Despertar en mitad de la noche con la impresión de que el mundo está en coma por morir y se ha encontrado la última palabra, o desvelarse con la certeza de que el mundo se encuentra a punto de nacer y hemos hallado la primera, aquella palabra sin montura, sin templos ni rezos, sin dudas y sin vuelo, sin contornos e imágenes, desperezándose aún en el nido del poema, la palabra balbuceada antes de aprender a hablar veintinueve años atrás, la palabra que por no poder ser fue primera sonrisa, el primer miedo, de aquella época en que a pesar del pañal nos cagábamos hasta la espalda, la palabra que llovió sobre la mirada cayendo de los cabellos mientras tomábamos del río de mamá, la palabra asomando sus dientes, la palabra aprendiendo a caminar, sin vergüenza, sin ropa, la palabra quebrando la siesta, la palabra que condujo al instrumento, la palabra previa al trabajo, antes del auto, la palabra sin cáscaras asfálticas, aquella de rodillas negras que se comía los mocos, la palabra que jugaba con los perros en el comedor mientras se freía la cebolla, tirada entre libros, lápices y discos, la de cuando no se prendía la televisión por no perder la palabra, la esperada palabra que se llevó el viejo luego de diez años en cama, donde no entran todas las risas y guitarras en noches inflamadas, la palabra que conocen nuestros hermanos, la misma que caía de la tarde con sus pétalos en llamas cuando salíamos descalzos corriendo a caballo y nos hacía subir hasta la copa de los árboles para encontrarla apichonada, la palabra raíz de la palabra, la palabra que no logra aún me extiendas la mano, la que da de beber y andar todos los días, la palabra de pan que ha perdido para el hambre significado, la palabra que empuja banderas y desarrapados, la palabra que te despierta en  mitad de la noche con la impresión de que el mundo está en coma por morir o a punto de nacer, y al intentar ser escrita se ha olvidado.  

jueves, 16 de agosto de 2012

El arma bajo el ala

No basta con el aliento para enrojecer el otoño o amarillar el invierno, es necesario reír con los dientes, hincar las espadas al juicio sutil del ojo que tiende la trampa. Es el pan duro que tenemos la ventaja de morder. Nuestro poder es la invisibilidad, la raíz que da de beber al fruto crecerá desde el estado marginal hacia el centro por el trabajo cotidiano exento de la chapa fría del curriculum que justifica la ficción de los papeles. Es sabido que quienes cavan zanjas se hunden en el hambre y quienes tienen la suerte de estudiar muchas veces conducen el trabajo hacia el sueño de subirse a un auto volador. El techo del hombre es bajo. Es a veces, comprarse una casa cuyo costo es la prostitución de su propia ideología o peor, de su alegría. Que no nos distraigan. Nuestros pichones no tardarán mas que el viento en crecer. Porque la tragedia del hombre es el tiempo cuya cuerda no es girada por la mano que nos dieron para vencer, los plazos, las edades a que debe ajustarse la alegría, los partidos que nos hacen jugar sin traspirar la camiseta, los proyectos reducidos a obligaciones que estamos obligados a leer, las tintas que replican las historias de una suerte de pasado rendida a nuestros pies aulla de dolor como una bestia indomable. Para quebrar el proceso es necesario sembrar el camino con las cosas que mas cuestan y que son las que mas nos hacen crecer. Toma por el cuello la sangre que no da de beber mas que al fantasma con que te intentan disfrazar desde la mañana hasta matar el día. Entierra lo heredado que no sirve a tu tierra, sé tu propia lombriz en la oscuridad y no levantes la voz para decir que estás tragando mierda, sino transfórmala en silencio en tu propia cáscara. Busca tu espina y clavátela como si se tratara de un pincel, hecha a andar con ella dentro para endurecer la piel. Ahora tu paisaje logrado es de piedra, tus caballos no se bajarán de este carrusel. Serás hombre o mujer entre sujetos con el mejor de los cañones bajo el ala: la sonrisa como flor de la tragedia por no escuchar llorar mas que a los pájaros a quienes pones en las manos las riendas del cielo.

lunes, 6 de agosto de 2012

Amarillo





Cerró los ojos. Encendió el recuerdo. Tuvo la impresión de que el mar estaba cerca. Volvió a la escalera y la lamparita encendida durante la tarde y el conejo encerrado en la jaula de la veterinaria de al lado. La sal comenzaba a arrugarle el pecho. Entre la incertidumbre de la media luz y la falta de certezas eligió la despedida. A la suerte indefinida del gris se inclinó hacia el púrpura de la soledad. Proscribió hacia el interior su estrella oscura. Frente a las velas apagadas sobre la mesa de luz, arrodillado, el otoño se frotaba las manos y en las sombras del rincón ardía la humedad de hojas de tela y olor a ropa vieja. La nave de su casa debería ser rearmada con restos de lo humano.
El funeral de mediados de junio se levantaba sobre la misa de los cuerpos que aún veía tendidos a su lado. Nadie lamenta los árboles cuando mueren, salvo los pájaros, pero los pájaros no lloran, cantan el llanto. Igual a un pájaro se fue y quería quedarse. Pero en el fulgor del infierno el fuego no se mendiga, se merece. 
Abrió los ojos y apagó el recuerdo, se curvó en la cama. Los ladridos de frío se acentuaron. Alguien golpeaba las palmas en la puerta. Atravesó el patio, los árboles pelados, sus ramas sin pájaros, apenas venas grises que arañaban el cielo. La primavera aún estaba lejos. Antes de llegar, Roberto el correntino le extendió una manzana a través de la reja. Uno de los dos estaba preso cada cual en su paisaje. La sonrisa de siempre se le escapó al viejo con todos sus caballos. Le alcanzó un cuchillo del bolsillo para pelar la manzana que le pareció una birome, en sus manos no había objeto que no  se volviera pequeño. Una pluma en un día nublado. Escribir sobre un papel y pelar un fruto no es tan distinto. Hubiese querido dejarle en sus manos el recuerdo de aquella mujer. Hacía dos semanas el correntino le había hecho un encargo, musicalizar un poema que había escrito, dormido entre susurros, envuelto en el papel del amor por los pétalos de los domingos, lo había olvidado.
En el brillo de sus ojos Roberto pudo ver el descampado de enfrente. No necesitó darse vuelta para adivinar que por el lado izquierdo del camino de tierra se acercaba en su zanella colorada el viejo de boina de lana que traía la lotería. Por solo cuatro pesos, Roberto soñaba toda la semana. Lo vio alejarse sin decir nada de la misma manera en que había llegado, con la diferencia del tranco más acelerado. A medida que crecen, las personas simplifican los sueños y acortan los pasos. 
Volvió a cerrar la reja. La abrió nuevamente y la volvió a cerrar. Repitió el gesto, actor de su propio ensayo, evocó el sonido de una hamaca en la plaza de algún pueblo, al sol, una calesita giraría lejos con jirafas, avionetas y caballos. La sonrisa de Roberto. Repitió el abrir y cerrar unas seis u ocho veces, el parpadeo de hierro en este rincón de la ciudad donde los ojos de la tarde se rasgan de silencio en nada se alejaba el sonido de un relámpago o un relincho.
Al entrar palmó la cabeza de los perros, cada vez que se regresa saltan como lo hacen los niños cuando se les trae caramelos. Caminó por el camino oblicuo, cortó una rosa a la pasada. De un soplido quitó la pequeña telaraña que impedía abrir los pétalos internos. Así como una calesita giraba, una rosa se secaría lejos en algún departamento. Era domingo sin pétalos y el amarillo igual a un monstruo feliz se retorcía en el piso con el viento. Se recostó sobre el animal y oyó un aletear de alas que venía de su cuarto, alguien cerraba en dominó las páginas de un libro. La explicación a los recuerdos llega para cuando ya están delate nuestro, antes que el tiempo flotan en el espacio y echaban luz ahora sobre la cama de metal mojado. Era el año 76’ cuando lo obligaban a cantar con la espalda enjaulada, la luz disminuía entonces en el resto de los cuartos, sólo los gritos subían, junto con el suyo, un coro de muerte afinado con los instrumetos para ajustar los salarios y achicar en la mesa el contenido de los platos. Era necesario que los milicos volvieran a arreglar el país, también su patio. Quizá el problema era que habían estado poco tiempo y era necesario volvieran a ajustar los desarreglos que habían dejado. La dictadura había ganado y el resultado eran millones de marginados.     
El amor es un bastón que en ocasiones lleva al ciego. Se levantó del suelo y sacudió el viento, el amarillo de la ropa. Caía la noche detrás del telón de la ventana. Debió haberlo sospechado. Se olvidó de golpear. Debía comenzar a golpear incluso en su propia casa, olvidó lo necesario que es espiar antes de entrar. Una manera de anticiparse a lo definitivo es conocer el ángel antes de abrir el cielo, antes de brindarse, conocer al huésped.
Vió a Melimí junto a la cama, encendiendo las velas con su mirada, rodeada de cerros y lomadas, senderos y angostos caminos se cruzaban. Gritó su nombre, desde el laberinto de su cuarto contestó el eco de cuando se desnudaban, el silbido de una nube al pasar, un relámpago montado en un relincho de cristal. Lo empujó una mano que le pareció de viento, cayó de rodillas frente a las llamas como una emulación del otoño. Sobre el pelo rojo del atardecer, una canoa hecha de labios lo llevaba por un río de espejos a incendiarse desnudo al interior del silencio. Sobre el agua de pasto verde cruzó el patio, bordeó el nogal, zigzagueó entre el duraznero y el naranjal, feliz lo saludaron el correntino y los perros.