viernes, 4 de mayo de 2012

Carta de Ana nùmero 8



El martes por la noche un árbol de dolor trepó por el pecho antes de salir de Juárez y extendió sus ramas hacia la espalda en un abrazo pulmonar. No era esta vez el monstruo del amor porque no cantaban pájaros en sus ramas. Me senté en la cama. Respiré alto y hondo, pensé en vos pero el dolor no cesó.  Si es posible ser feliz en invierno o primavera también se puede morir en verano o durante el otoño.
Camino al hospital apreté tus ojos en los labios. Tu pelo corto y las últimas hojas del verano colgaban de los árboles de la vereda. Se puede morir y así y todo no estar vencido.  Los perros, ¿qué ocurrirá con ellos?, ¿a quién hacer firmar con tinta de estrellas que dormirán bajo una caricia que caiga con la mañana y no harán noche al descubierto? Es demasiado pedir, la poesía, no he publicado nada y a dormir en el cajón de la mesa de luz entre cuerdas estiradas y cartas viejas prefiero ser quemado. Escribí de vos lo que dictó sonriente mi demonio infantil, el caballo en que anduve te perseguirá por siempre y vivirá del pasto que crece donde pisas.
Una y veinte de la madrugada. En el momento en que debía tomar el colectivo en dirección a la ciudad en que puedo soñar con que voy a verte y cruzar la vereda del susto, el electro del hospital escribe en apuros los latidos del planeta donde te encontraré. Abajo, grave, arriba, agudo, intenso. Tu cuerpo cuelga de estrella en estrella. Abajo, grave, arriba, agudo, ausente. En el silencio del hospital las variaciones del corazón escriben su breve canción, una partitura de arena por donde baja mi primer atardecer desnudo.
Tres notas, si mi sol, si mi sol pudiera encenderte... cercanas las dos de la mañana brota de las baldosas al borde de la cama un arroyo de aquella playa cercana a Tres Arroyos donde reímos con Sebastián, ví cruzar tu cara en una barca de témperas y lanas arremolinadas, sobre el agua flotaba una guitarra y sobre la palma de su madre cantaba el gordo Claudio.
Entre las cortinas blancas del hospital duerme tu sonrisa. En tanto el árbol crece como una mano de muerte. Y no fue tampoco el fervor de tus tres arroyos volcándose en mi río, tal como se manifestó febrero de regreso del sur en vacaciones, era anochecer y en un estremecer levantamos un perro en la ruta, lo llevamos a casa, se llama Arroyo y en sus patas leo tus calles. 
Subí al sueño después de una hora acostado. Trepé al árbol del dolor. A cada rama el dolor crecía. Mis compañeros extendieron una soga roja trenzada de pájaros carpinteros. Al llegar a la copa la abrí como un libro; reveló el nido donde nace el dolor y la alegría. Cuando la noche tiende tu piel de silencio azulado, descifro la raíz de la tinta en la trama de la madera, cierro los ojos y se abre tu cuerpo que cuelga de estrella en estrella, vierte tinta color atardecer en el pozo del ombligo y los murciélagos chorrean plumas en colores, los árboles se arrancan las ramas de la cabeza y ponen en manos de los amigos los pinceles de la risa. La presión está ahora en el número normal. Me levantan de la cama. El médico dice que tanto amor por los bichos bolita me estaba oprimiendo el corazón. Al salir lo adivino en la luna gris. Vine al mundo para observar sencillamente lo pequeño y ser inmensamente feliz por las dudas, y por si acaso compartirlo. Sin embargo desde lejos, separados como estamos, te veo enorme.

                                                                                                                                                Ana.

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