martes, 22 de mayo de 2012

Carta número 10



Ernesto, se fue la casa de papá y un pedazo mío se fue con ella, me saludé a la distancia, ni triste ni feliz, me fui. Aunque este no es el problema, el problema mas bien es que la familia tampoco se quedó. Los tiempos de papá todas las noches en la cocina, caballos y largas mesas se nublaron cuando su sol cayó y cuando mas necesité de los tíos, que fue cuando lo internaron a papá y se perdió la casa, extendí la mano y me llevé al bolsillo un pedazo de nada. El rezo interno era “que se vaya la casa pero que se quede la gente, que se vaya la casa pero que se quede la gente”, pero recitado en la capilla del silencio y la soledad, no funcionó mucho.
En La Plata llueve desde el viernes. Te invito a que estés solo, pienses en estar con alguien y que llueva y que no puedas, para tener una idea aproximada de los lugares desde donde se desatan las tormentas. El mundo es mas pequeño cuando llueve porque hay que resguardarse y la lluvia hace crecer la memoria. 
No sufro tanto el cambiar de espacio como el mudar de piel. De los chicos que iban a la pileta todos los días por aquella época, pocos hoy me llaman o visitan, creo entiendo lo incómodo de tener que verlo a papá extraviado y en una silla de ruedas. Hay mudanzas que no pueden ser procesadas en toda una vida, recuerdos de fino cristal obligado a masticar sin dientes. Cuánta soledad. Deberías haber visto el comedor vacío y el recorte blanco de los cuadros descolgados igual a rostros intactos, como muertos en nichos bien conservados.
¿Porqué será Ernesto que la casa que se extraña es la que se pierde y no la que se abandona? Al apagar la luz no puedo dormir, quedo con los ojos abiertos y en la oscuridad se enciende la casa como una calesita en la soledad de la cama para volver en sueños a vivir y completar lo que falta, por última vez ir en el colorado al galope hasta el arroyo, tomar mate, ese que recién preparado larga espuma semejante a la espuma verde del caballo cuando come pasto con el freno puesto. Tengo que parar. Las noches en el parque alumbrado por faroles y el grito de algún tero con insomnio, nos acercabamos a la cascada y los peces cruzaban como estrellas acuáticas, subiamos la escalera de laja, bajo la copa del nogal, tomábamos carrera y caíamos a la pileta. No tengo nostalgia, no te equivoques, tengo memoria. No es mi intención volver el tiempo atrás, el tiempo es mortal y me siento redimida porque escribir sana y desanuda, cuando se producen los traumas florecen los mecanismos, siempre te dije que esta sonrisa no es gratis y mas de una vez es de payaso. 
La anticipación imaginaria de lo que ocurriría con los amigos que te cuento, fue quizá la evidencia de crecer y despertarse del idilio que la juventud teje cuando no se profundiza demasiado en las relaciones humanas y la amistad es un campo ensanchado de gente. 
Los últimos domingos de papá no fueron lo mismos desde que la casa se perdió. Nosotros tampoco. Los peces no entraron en la maleta, quedaron en la cascada hundidos en un recuerdo sin color, los caballos fueron vendidos para morir en otros campos y los perros que enterramos además de a oscuras ahora están solos, los árboles se fueron para arriba y el que los plantó para abajo. Nadie ronca en el cuarto, prepara la cena, prende fuego, pone música. Nadie porque otros son los que viven. Y el olor y las risas que no guardan los fantasmas que se quedan, hacia dónde correrán, por aquel campo trotando los caballos muertos hay un parque maduro en árboles. Me traje solo uno que plantamos palmo a palmo y desde donde gritan los pájaros que vuelvas porque nada existe si no estás.
Lo único que no extrañaré son los atardeceres de sangre cuando se degollaba algún cordero. La procesión comenzaba cuando el viejo Molina se ajustaba el pañuelo, cargaba el animal con los pies y las manos atadas sobre una carretilla, lo seguíamos con Marina hasta detrás de los boxes de los caballos, al pie del molino donde solíamos encontrar culebras que se acercaban a tomar agua a quienes era hermoso llevarlas para verlas nadar en la pileta. No recuerdo que yo llorara, pero sí de las lágrimas saladísimas de Marina que parecía le salía un mar de adentro. Los niños son sensibles pero las niñas más. Ella todavía no menstruaba y ya lloraba por la sangre. El viejo enterraba el cuchillo en el cuello y el animal se dilataba entero, viste que la caca de las ovejas es redonda como para jugar a la bolita. Ricki era chiquito y se las comía. Luego el viejo se limpiaba los dientes con su instrumento de muerte a unos treinta centímetros de distancia de lo largo que era. Por eso digo que cambiar de casa por la fuerza es como mudar de piel a fuerza de cuchillo. La casa bala como un ternero a lo lejos y vuelve en la soledad de la cama para volver en sueños a vivir y completar lo que falta, la gente en esa casa, la casa en esa gente y uno en esa casa.
Ayer vino el viejo de la mudanza a cobrar lo que se le adeudaba. La camioneta en que llegaron las últimas cosas de la casa perdía recuerdos en el camino y papá los juntaba detrás. Estuvo días intentando pintar una sonrisa, clavarse un buen ánimo, martillar recuerdos, dar forma a esa nueva caja para esos cuerpos que entraron obligados a la nueva morada con veintiún gramos menos. Y tantos días que no alcanzan a inflar uno solo me hacen morder el labio hasta sangrar sal y yo no sé si no es la sal que a Marina le corría por los ojos cuando se llevaron la casa que fue como que degollaban un cordero en la cara. Porque no sabíamos que hacer con los días sin orden traídos en el bolsillo de aquella casa donde ahora no vive nadie porque la compraron los otros y que están barriendo a papá muerto y fantasmático en el sillón del comedor pensando que hermosa casa que tengo, y que linda le queda esta música a este cuadro que pintó mamá lástima no vive, pero hoy vienen los chicos y nos vamos a comer al hotel o a La Rueda, mejor lo de Miguelito Cardani.
Días que al evocarse pierden número y orden. Días enredados en la garganta de un hombre que construyó la casa y se destruyó al irse. Como dos personas que se besan por primera vez y las bocas no se encuentran los muebles no entraban en la nueva casa; tampoco los cuadros, los discos, los libros. Los objetos perdieron tallo y no fue posible traer la ventana aprisionando el cielo y ese árbol con pájaros o frutos. A los días les falta un color, días grandes para esta casa donde las horas no se queman al sol.
Te digo Ernesto que mudarse es esa manía de deshumanizar los espacios, una torpe conducta de mover los cuerpos. De matar las casas deshabitando los cuartos. De vaciar la casa como se deshabita a un cuerpo humano. En el mundo hay hombres que se dedican a vaciar estómagos de niños, doctores que vacían gente y también Bancos que comen casas. Pienso en papá sentado hecho un fantasma hermoso en el sillón del comedor, sus horas antes de entregar la casa por siempre jamás. La dirección de la casa de ahora es donde nacimos, Moreno 85, a dos casas de lo de Chicha y Olga. Sí, volvimos. Te mando la foto de playa Ferrando que te dije tres cartas atrás y te abrazo fuerte fuerte.

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