Viajé a Misiones en 1999. Solo, curioso, recorrí el
paisaje que tanto floreó de imaginación y drama la vida de Horacio Quiroga.
Allí, en el vientre tibio de la selva, crece desapercibido el
soberbio floripondio. Se trata de una planta de tallos duros y hojas blandas; sus flores, pálidas y blancas, cuelgan o duermen boca abajo y simulan campanas marchitas que entonan sin embargo una atractiva melodía. Si la planta es buena, cuando se la corta pinta las manos de un color amarronado.
Caminaba por los fogosos días
de enero con dos correntinos y un entrerriano. Este último sintéticamente era
una cascarria. Venía de Brasil en pata y se le habían entrado por debajo de las
uñas unos disolutos gusanitos, de los que se quitaba mañosamente los huevos con
un aguja desinfectada a encendedor.
Entramos al Camino Macuco
lento, pausado el paso. Al sol picante no se le animaban ni las iguanas. Sobre
el borde del camino, verde, espesa, tejidamente apretada, la selva se levantaba
y cada tanto, arriba, puenteaba el camino.
La zona de acampe del Parque Nacional Iguazú era una sombra infinita y entre la
cerrazón de la oscuridad, se oía la Garganta del Diablo como un monstruo que
hace gárgaras con la luna. Encendimos fuego cuya lumbre le disputaba la
luminosidad a la luna. Hubo un espacio de quietud y parcimonia que pudo haber coincidido con el dormir de los
monos o las mariposas. Duró lo que el fuego en volverse ceniza. La curiosidad
entonces se nos hizo humo y el deseo chispa entre las manos. El verdadero té se
hace con la flor, era más feo que una cucharada de mocos, algo así como sorber
los jugos intestinales de un cadáver encontrado luego de quince días muerto en
el fondo de un sótano.
Nunca olvidaré el suave
extravío del cuerpo, la malformación del entorno, los sonidos espesos y el
espacio cremoso, blando alrededor. Las piernas me empujaron al fuego del que me
rescataron los entrerrianos y el correntino. Por querer caminar, me arrastraba
como un gusano ebrio en busca de una herida donde meterse dentro. Me llevaron
hacia la carpa y ya compuesto, nos perdimos bajo la luz pálida de la luna
convertida en flor de espuma. Árboles éramos entre los árboles y ciegos ante el
mundo. Sólo guardo de regreso el recuerdo de que con los ojos abiertos, sin
ver, me apercibía de los árboles a golpes de rostro.
El día después no había
comenzado cuando el humo dulce se nos entreveraba entre los dedos. Entonces nuevamente
volvió el desequilibrio; esta vez, amortigüé el golpe con el “iglú” de los
correntinos. Los diez días que restaron a dedo en la ruta pidiendo restos de comida
en restaurantes que nos entregaron no pocas veces en bolsas de residuo –nos
bolsillearon dormidos y borrachos en una favela a orillas del río y el viejo
anfiteatro de posadas-, dormimos a la intemperie en los márgenes de la ruta o
estaciones de servicio, viajábamos en camiones que trasladaban leña y cuando la
tarde se endulzaba, en algún camión que transportaba bananas.
Existe un mito oriental. Cada
persona, antes de morir, se aparece a los otros en forma de espíritu; uno lo
ve, y ligeramente se desvanece. Pero aquí estábamos en Argentina y los dos
amigos que se asomaron, fueron fantasmas que se encuentran hasta hoy vivos. No
daré nombres en agradecimiento a su complicidad para con otros vicios. Al
primero de ellos lo crucé camino al río en busca de agua; estaba sentado en un
banco al estilo Plaza Mitre de mi pueblo y sonreía animosamente. El segundo,
apareció y volvió a reaparecer repetidas veces a mi lado, pero para entonces ya
los correntinos me habían apartado lejos, bajo la sombra fresca y ruidosa de un
árbol inquieto. Las imágenes eran tan palpables como confidentes sus sonrisas. Los
árboles feroces alrededor retorcían su corteza y trocaban en rostros
infernales, agitaban sus brazos meciéndose hacia delante; sus formas humanas,
sus voces, mis ininteligibles respuestas, los ilusorios objetos en las manos
que se esfumaban, las millones de hojas parpadeando desde arriba. Oír los
colores y ver los sonidos. Supe aquel día que cada color tiene su ruido.
Cuando el sol apoyaba su
cabeza sobre los árboles, nos echaron del parque Iguazú. Dos guardaparques nos
cargaron en la caja de una camioneta y nos dejaron en la ruta. El entrerriano,
con los dedos afuera de los pies y la
barba crenchada, pedía “el libro de quejas”. La noche anterior se había caído
al río y contó que lo sacaron las serpientes, había visto puerco espines toda
la tarde y monos fosforescentes que hablaban un idioma cercano al francés y se
desvanecían como el humo. Guenseslao se
llamaba, y justificaba el te de floripondio con un argumento irrefutable,
“quizá la naturaleza intenta continuamente comunicarse con nosotros pero no
estamos en condiciones de escucharla”. Lo cierto es que viciarse de naturaleza
a sorbitos no estuvo nada mal. Y sólo por el sano y sensual vicio por la
curiosidad que no es mas que nuestra
impertinente naturaleza humana.
Año
2002
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