jueves, 8 de marzo de 2012

Floriloco



         Viajé a Misiones en 1999. Solo, curioso, recorrí el paisaje que tanto floreó de imaginación y drama la vida de Horacio Quiroga. Allí, en el vientre tibio de la selva, crece desapercibido el soberbio floripondio. Se trata de una planta de tallos duros y hojas blandas; sus flores, pálidas y blancas, cuelgan o duermen boca abajo y simulan campanas marchitas que entonan sin embargo una atractiva melodía. Si la planta es buena, cuando se la corta pinta  las manos de un color amarronado. 
Caminaba por los fogosos días de enero con dos correntinos y un entrerriano. Este último sintéticamente era una cascarria. Venía de Brasil en pata y se le habían entrado por debajo de las uñas unos disolutos gusanitos, de los que se quitaba mañosamente los huevos con un aguja desinfectada a encendedor.
Entramos al Camino Macuco lento, pausado el paso. Al sol picante no se le animaban ni las iguanas. Sobre el borde del camino, verde, espesa, tejidamente apretada, la selva se levantaba y cada tanto, arriba, puenteaba el camino.
La zona de acampe del Parque Nacional Iguazú era una sombra infinita y entre la cerrazón de la oscuridad, se oía la Garganta del Diablo como un monstruo que hace gárgaras con la luna. Encendimos fuego cuya lumbre le disputaba la luminosidad a la luna. Hubo un espacio de quietud y parcimonia que  pudo haber coincidido con el dormir de los monos o las mariposas. Duró lo que el fuego en volverse ceniza. La curiosidad entonces se nos hizo humo y el deseo chispa entre las manos. El verdadero té se hace con la flor, era más feo que una cucharada de mocos, algo así como sorber los jugos intestinales de un cadáver encontrado luego de quince días muerto en el fondo de un sótano.
Nunca olvidaré el suave extravío del cuerpo, la malformación del entorno, los sonidos espesos y el espacio cremoso, blando alrededor. Las piernas me empujaron al fuego del que me rescataron los entrerrianos y el correntino. Por querer caminar, me arrastraba como un gusano ebrio en busca de una herida donde meterse dentro. Me llevaron hacia la carpa y ya compuesto, nos perdimos bajo la luz pálida de la luna convertida en flor de espuma. Árboles éramos entre los árboles y ciegos ante el mundo. Sólo guardo de regreso el recuerdo de que con los ojos abiertos, sin ver, me apercibía de los árboles a golpes de rostro.
El día después no había comenzado cuando el humo dulce se nos entreveraba entre los dedos. Entonces nuevamente volvió el desequilibrio; esta vez, amortigüé el golpe con el “iglú” de los correntinos. Los diez días que restaron a dedo en la ruta pidiendo restos de comida en restaurantes que nos entregaron no pocas veces en bolsas de residuo –nos bolsillearon dormidos y borrachos en una favela a orillas del río y el viejo anfiteatro de posadas-, dormimos a la intemperie en los márgenes de la ruta o estaciones de servicio, viajábamos en camiones que trasladaban leña y cuando la tarde se endulzaba, en algún camión que transportaba bananas.
Existe un mito oriental. Cada persona, antes de morir, se aparece a los otros en forma de espíritu; uno lo ve, y ligeramente se desvanece. Pero aquí estábamos en Argentina y los dos amigos que se asomaron, fueron fantasmas que se encuentran hasta hoy vivos. No daré nombres en agradecimiento a su complicidad para con otros vicios. Al primero de ellos lo crucé camino al río en busca de agua; estaba sentado en un banco al estilo Plaza Mitre de mi pueblo y sonreía animosamente. El segundo, apareció y volvió a reaparecer repetidas veces a mi lado, pero para entonces ya los correntinos me habían apartado lejos, bajo la sombra fresca y ruidosa de un árbol inquieto. Las imágenes eran tan palpables como confidentes sus sonrisas. Los árboles feroces alrededor retorcían su corteza y trocaban en rostros infernales, agitaban sus brazos meciéndose hacia delante; sus formas humanas, sus voces, mis ininteligibles respuestas, los ilusorios objetos en las manos que se esfumaban, las millones de hojas parpadeando desde arriba. Oír los colores y ver los sonidos. Supe aquel día que cada color tiene su ruido.
Cuando el sol apoyaba su cabeza sobre los árboles, nos echaron del parque Iguazú. Dos guardaparques nos cargaron en la caja de una camioneta y nos dejaron en la ruta. El entrerriano, con los dedos afuera de los pies  y la barba crenchada, pedía “el libro de quejas”. La noche anterior se había caído al río y contó que lo sacaron las serpientes, había visto puerco espines toda la tarde y monos fosforescentes que hablaban un idioma cercano al francés y se desvanecían como el humo.  Guenseslao se llamaba, y justificaba el te de floripondio con un argumento irrefutable, “quizá la naturaleza intenta continuamente comunicarse con nosotros pero no estamos en condiciones de escucharla”. Lo cierto es que viciarse de naturaleza a sorbitos no estuvo nada mal. Y sólo por el sano y sensual vicio por la curiosidad que no es mas que nuestra  impertinente naturaleza humana.
        
                                                                                                                   Año 2002

No hay comentarios:

Publicar un comentario