jueves, 14 de abril de 2011

Boca de arroyo

… Eran unos cuatro kilómetros que había que hacer a caballo desde la casa hasta encontrar al costado izquierdo del camino la piedra blanca y cuadrada de unos tres por tres que servía como referencia. De haber pasado por allí Ali Babá hubiera pronunciado sus dos palabras para descubrir el tesoro de lombrices, escarabajos y mariposas que se escondía debajo. Sólo entonces se debía bajar por el camino de tierra y andar cerca de una hora hasta dar con tu boca, lejos de la ciudad de los hombres que pescan los sueños de los niños y les quiebran el cuello hasta cortarles la respiración.
El arroyo brotaba del un ombligo de un animal extinto, lejano bajo la tierra, donde el hombre no existe porque el pato y el colibrí nada saben de él, o del centro de un bosque antes de pasar por debajo del arcoiris tan parecido a la pollera que debe usar Dios, diseminándose luego en múltiples aguas amarronadas donde las mujeres no se conocen el rostro por no poder mirarse en ellas y se leen la boca con los dedos o el gesto de los hombres que aman, se enamoran y pasan.
El caso es que nunca pude bañarme en tu boca, sólo apenas una vez logré acercarme a su orilla aquella pequeña tarde que viniste a casa y los perros nadaban en el pasto alrededor de tus pies como peces fosforescentes, y ahora te veo pasar entre el río alborotado de hombres y mujeres que miran el reloj o esperan el colectivo en siete y cincuenta y nueve.
No tengo hoy caballo colorado ni aquellos doce años cuando ya eras, hoy, mi horizonte; pero podría con tal de sentarme a pescar tardes contigo vendarme los ojos con un pájaro incendiado y descalzo palpar el camino de pasto y tierra paralelo al curso desnudo que nace del verde bosque o el ombligo de un animal extinto. De regreso, antes que la noche tape tu boca con centellas del Olimpo, me llevarías de la mano hasta la casa que ya no habito para despedirte con el abrazo de la tierra que aprieta el arroyo, antes de perderte en el río de gente que mira el reloj y espera el colectivo.

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