miércoles, 6 de junio de 2012

Carta de Ana número 12





En vacaciones escapé con un niño, mi sobrino Nicolàs. Recordándote bajé hacia el sur, subí a la niñez, estaba la invitaciòn de algunos amigos de viajar a Uruguay y a Colombia pero regresé al paisaje de la ternura. En el viaje encontré a mi niña de hace veinte años atrás sentada frente a esta mujer que te escribe y ahora, que tengo unos cuantos recuerdos más, mi vida es mas larga.
Ocurrió que te buscaba y no podía llegar, creí que al partir hacia el reflejo azul de los espejos duplicaría los caminos que sólo es posible abrir con el hacha del alma. 
El viaje con Nicolás fue un viaje al interior de mí misma. Un niño se paraba desde mi sangre. Cuesta tanto embarazarse de lo inhabitual, parir un pájaro fatal que al quedar prendido del ombligo nos saque a pastar con las preguntas y corderos que nos asaltaban a orillas de la cama. 
Era de noche cuando atravesamos tres arroyos y dos esperanzas, pero desde hacía varias mañanas vos habías dado con el mar del olvido. Nico dormía, fue haciéndolo de a seiscientos kilómetros, dormía con la cabeza recostada y me babeaba la falda. Descubrí que de los niños brota el agua y el amor comienza en el instante infinito con que se puebla cada hora incluso de silencio.  
Salí de La Plata con los seis perros y la única gallina que me quedó más su gallo para dejarlos en Juárez; aunque no me creas, ella puso un huevo de ida, él de regreso a la altura de Brandsen amaneció cantando. 
Preguntarle a un niño dónde quiere ir es amigarse con uno, salir en la noche cuando es invierno a silbar al primer perro que perdimos, abrir la mano y despertar un arroyo entre los dedos hirviente de peces amarillos, oír el primer cuento leído en las costas de agua dulce tapados hasta el cuello por los labios de mamá, de regreso, sentirse una luchadora de futuros vencidos, pasados derrotados.
Leíamos cuentos dentro de la carpa perdidos en la montaña. Nico me pedía que le haga “cosillas”, y pasábamos largos tramos en el auto haciéndonos cosquillas. Fue muy lento el viaje, vos sabés que el 404 no camina más de ochenta, es difícil detenerse a oler las flores cuando se viaja apurado. Hicimos mil seiscientos kilómetros, podés darte una idea Ernesto de dónde hubiésemos llegado si tuviera un auto. El enano se encargaba de tocar bocina, cada tres montes, hay un Gauchito Gil sembrado. ¿Viste Nico que no pasamos un auto en todo el viaje?, pero somos los primeros, contestó.
Me preguntabas cómo estuvo la vuelta. De regreso nos detuvimos en un pequeño santuario de la Difunta Correa. Colgaban los rosarios como telas de araña y un viento frío agitaba los pequeños cristales, lo cual entristecía las ya tristes caras de los santos. Nos acercamos con el silencio de una vela hasta la figura de la mujer que amamanta una criatura sin rostro. Frente a ella, un gaucho de rodillas murmuraba dolores, parecía mas bien que había perdido el camino montado en su caballo y contaba piedras en voz baja en busca de un rastro irrecuperable. Nico se acercó a la figura de la difunta con su niño y preguntó si el que estaba tomando la teta era el gauchito Gil, el gaucho dejó de contar piedras, nosotros nos subimos al auto y yo me quedé riéndo un tramo largo.
Dijiste alguna vez que para nadar hacia lo profundo de un vivir intenso es necesario no ser ordenado. Jugábamos al ajedrez aquella madrugada, los reyes eran pordioseros y los caballos tiraban carros de cartón detrás de la ventana, salimos a la calle a comprar vino y chocolate. Diez días de lluvia sucedieron al día en que nos conocimos. Dentro mío late la tierra donde se entierran los ángeles; cada vez que uno muere, llueve, aquella última mañana en que salimos a navegar por las calles de la humedad bajo el paraguas, el sonido de la lluvia en la tela era similar al freír, algo se estaba cocinando entre nosotros pero lo dejaste enfriar.
Mirame la nariz Ernesto, acercate un poco mas, un poco más, otro poquitito. Que calor hace en otoño. A cada hoja que cae crece tu abrigo, son las plumas del ángel fallecido donde cargo la tinta con que escribiré las palabras por venir. Tengo un barrilete, permiso, ¿puedo? Juntemos nuestro aire e inflemos la piñata de a dos. Llamemos a los niños que fuimos para que la revienten con los dientes de leche de esta historia que no acaba de nacer, en su interior, se esconde un perro y un espejo. Juntemos las manos como estrellas que ya el frío despunta su blanco infinito en las noches de lobos perdidos que siguen tu olor, la luna se enciende detrás de tu oreja. De la misma manera que para aprender a hablar las personas pasamos algunos años callados, guardo silencio a la espera de tu música. Sabés que el pequeño instrumento que toco de diez cuerdas es agudo  y se templa de acuerdo al color de tus medias y al ritmo de las tardes cuando salíamos de la mano a andar en bicicleta. 
Este sábado nueve de junio Nicolás festeja sus nueve. El año pasado dijo que le gustaría le regale "un libro que se escribe". No lo conseguí, no existe. 
Ernesto, mi negro jetón, al revisar la biblioteca de Juárez encontré un libro de cuentos del Centro Editor de América Latina cuyo título es Las trampas del Curupí (sus trampas me hacen acordar a tu cama). Del cuento Anguyá el invisible extraje la imagen que te pego arriba. Me los leía mamá en la cama cuando tenía unos cinco o seis años y junto al libro “Pocopán” eran mis preferidos. Los viajes siempre empiezan en casa. Te besa y recuerda igual a un paisaje perdido,

                                                                                                                                          Ana.

                                                                

1 comentario: