En vacaciones escapé con un niño, mi sobrino Nicolàs. Recordándote bajé
hacia el sur, subí a la niñez, estaba la invitaciòn de algunos amigos de viajar a Uruguay y a
Colombia pero regresé al paisaje de la ternura. En el viaje encontré a mi niña de hace veinte años atrás sentada frente a esta mujer que te escribe y ahora, que tengo unos cuantos recuerdos más, mi vida es mas larga.
Ocurrió que te
buscaba y no podía llegar, creí que al partir hacia el reflejo azul de los
espejos duplicaría los caminos que sólo es posible abrir con el hacha
del alma.
El viaje con Nicolás fue un viaje al interior de mí misma. Un niño se paraba desde mi sangre. Cuesta tanto embarazarse de lo inhabitual, parir un pájaro fatal que al quedar prendido del ombligo nos saque a pastar con las preguntas y corderos que nos asaltaban a orillas de la cama.
El viaje con Nicolás fue un viaje al interior de mí misma. Un niño se paraba desde mi sangre. Cuesta tanto embarazarse de lo inhabitual, parir un pájaro fatal que al quedar prendido del ombligo nos saque a pastar con las preguntas y corderos que nos asaltaban a orillas de la cama.
Era de noche cuando atravesamos tres arroyos y dos esperanzas, pero
desde hacía varias mañanas vos habías dado con el mar del olvido. Nico
dormía, fue haciéndolo de a seiscientos kilómetros, dormía con la cabeza recostada
y me babeaba la falda. Descubrí que de los niños brota el agua y el amor comienza en el
instante infinito con que se puebla cada hora incluso de silencio.
Salí deLa Plata con los seis perros y la única gallina que me quedó más su gallo para dejarlos en Juárez; aunque no me creas, ella puso un huevo de ida, él de regreso a la altura de Brandsen amaneció cantando.
Salí de
Preguntarle a un niño dónde quiere ir es amigarse con uno,
salir en la noche cuando es invierno a silbar al primer perro que perdimos,
abrir la mano y despertar un arroyo entre los dedos hirviente de peces
amarillos, oír el primer cuento leído en las costas de agua dulce tapados
hasta el cuello por los labios de mamá, de regreso, sentirse una luchadora de futuros vencidos, pasados derrotados.
Leíamos cuentos dentro de la carpa perdidos en la montaña. Nico me pedía
que le haga “cosillas”, y pasábamos largos tramos en el auto haciéndonos
cosquillas. Fue muy lento el viaje, vos sabés que el 404 no camina más de
ochenta, es difícil detenerse a oler las flores cuando se viaja apurado. Hicimos
mil seiscientos kilómetros, podés darte una idea Ernesto de dónde hubiésemos
llegado si tuviera un auto. El enano se encargaba de tocar bocina, cada tres
montes, hay un Gauchito Gil sembrado. ¿Viste Nico que no pasamos un auto en todo el viaje?, pero somos los primeros, contestó.
Me preguntabas cómo estuvo la vuelta. De regreso
nos detuvimos en un pequeño santuario de la Difunta Correa. Colgaban los rosarios
como telas de araña y un viento frío agitaba los pequeños cristales, lo cual
entristecía las ya tristes caras de los santos. Nos acercamos con el silencio
de una vela hasta la figura de la mujer que amamanta una criatura sin rostro.
Frente a ella, un gaucho de rodillas murmuraba dolores, parecía mas bien que
había perdido el camino montado en su caballo y contaba piedras en voz baja en
busca de un rastro irrecuperable. Nico se acercó a la figura de la difunta con
su niño y preguntó si el que estaba tomando la teta era el gauchito Gil, el
gaucho dejó de contar piedras, nosotros nos subimos al auto y yo me quedé
riéndo un tramo largo.
Dijiste alguna vez que para nadar hacia lo profundo de un vivir intenso es necesario no ser ordenado. Jugábamos al ajedrez aquella madrugada, los reyes eran pordioseros y los caballos tiraban carros de cartón detrás de la ventana, salimos a la calle a comprar vino y chocolate. Diez días de lluvia sucedieron al día en que nos conocimos. Dentro mío late la tierra donde
se
entierran los ángeles; cada vez que uno muere, llueve, aquella última
mañana en
que salimos a navegar por las calles de la humedad bajo el paraguas, el
sonido
de la lluvia en la tela era similar al freír, algo se estaba cocinando
entre
nosotros pero lo dejaste enfriar.
Mirame la nariz Ernesto, acercate un poco mas, un poco más, otro poquitito. Que calor hace en otoño. A cada hoja que cae crece tu abrigo, son las plumas del ángel fallecido donde cargo la tinta con que escribiré las palabras por venir. Tengo un barrilete, permiso, ¿puedo? Juntemos nuestro aire e inflemos la piñata de a dos. Llamemos a los niños que fuimos para que la revienten con los dientes de leche de esta historia que no acaba de nacer, en su interior, se esconde un perro y un espejo. Juntemos las manos como estrellas que ya el frío despunta su blanco infinito en las noches de lobos perdidos que siguen tu olor, la luna se enciende detrás de tu oreja. De la misma manera que
para aprender a hablar las personas pasamos algunos años callados, guardo
silencio a la espera de tu música. Sabés que el pequeño instrumento que toco de diez
cuerdas es agudo y se templa de acuerdo
al color de tus medias y al ritmo de las tardes cuando salíamos de la mano a
andar en bicicleta.
Este sábado nueve de junio Nicolás festeja sus nueve. El año pasado dijo que le gustaría le regale "un libro que se escribe". No lo conseguí, no existe.
Ernesto, mi negro jetón, al revisar la biblioteca de Juárez
encontré un libro de cuentos del Centro Editor de América Latina cuyo título es Las
trampas del Curupí (sus trampas me hacen acordar a tu cama). Del cuento Anguyá el invisible extraje la imagen que te pego arriba. Me los leía mamá en
la cama cuando tenía unos cinco o seis años y junto al libro “Pocopán” eran mis
preferidos. Los viajes siempre empiezan en casa. Te besa y recuerda igual a un
paisaje perdido,
Ana.
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