lunes, 11 de julio de 2011

Hubo una vez un Cabo llamado Polonio


El techo sonaba como un tarro de dulce de batata tocado por diablitos. Llovía y el viejo se entretenía tirando piedritas a los sapos debajo de la única luz portátil que alumbraba el rancho. Los sapos las relojeaban un instante torciendo la cabeza, las confundían con escarabajos, las saboreaban, e inmediatamente las escupían. El viejo reía y las ranas coreaban insultos detrás de la noche que abrazaba con su lengua de estrellas. La oscuridad recortaba el suelo tres metros mas allá del farol y parecíamos con Germán y el viejo, mas los sapos, sentados en un terrón de tierra que había sido arrojado al espacio.
El radio no funcionaba, por lo que el viejo masculló que el camión no vendría a buscarnos. La lluvia dejó de mojar y nos pareció que el viejo nos escupía cuando hablaba. Tiramos la carpa debajo del árbol mas cercano. En el campo uruguayo los árboles son por lo general bajos, como el volumen con que los uruguayos hablan que parece lo hicieran a la altura en que los árboles tienen el oído.
La mañana estaba mojada cuando salimos descalzos para andar los ocho kilómetros que quedaban hasta la playa. Cabo Polonio es un lugar de tormentas iguales a las que se desatan mar adentro. Y de sapos. Quizá por esto sea el único lugar en Uruguay donde se los pueda ver volar. En el camino hacia el azul esmerilado del mar había unos que medían unos tres centímetros, más negros que el ébano y salpicados de rojo y amarillo.
Hace diez o doce años, desde las cañadas de la orilla se observaba el pueblo como una hilera de dientes mordiendo el cielo. El pueblo se visitaba poco. Era para ir a buscar o comprar algo en particular, caminar entre el laberinto sin muros trazado por la dispersión de las casas o sentarse frente a la isla de lobos. De noche se iba al pueblo desde las cañadas con una linterna en la mano, unas treinta cuadras, en la que se cruzaban personas o fantasmas.
Las cañadas son el único sistema natural de agua dulce, nacen a unos trescientos metros campo adentro y se disuelven en el mar. En sus orillas paraban durante tres meses los artesanos que visitaban el pueblo desde la mañana hasta el mediodía llegada la hora del almuerzo en que muchos regresaban, y desde la tarde hasta la noche. Se los esperaba con el fuego prendido y rondas de música, vino y aguardiente que vendían en los ranchos de madera iluminados a vela y batería. La gente se dormía al lado del calor escuchando a sus compañeros tocar y cantar al país hasta que la mañana apagaba la última sombra naranja que las brasas dejaban sobre los cuerpos. Los ojos se iban cerrando despacio como ostras cuando retrocede la ola, y nuevamente aparecía el pueblo con sus casas igual que caracoles esmaltados. La gente aplaudía los atardeceres en cabo polonio, y el atardecer era el momento en que Ernesto vendía a los turistas un jugo de naranja exprimido con agua sacada de la primer cañada. Las monedas que juntaba las convertía en ginebra para todos y por la mañana, los camiones que entraban a los nuevos contingentes lo tenían que esquivar como si se tratara de un lobo marino muerto destilando alcohol, algunos se sacaban los lentes de sol para observarlo. Una noche, Ernesto se levantó de la ronda, buscó un hacha de mano, se fue hasta la carpa de un rasta que había llegado hacía dos días y le dijo, “te vas viejo, acá no queremos gente que venda pepas ni porquerías, esto es una comunidad, te vas porque para eso ya están los sapos.” Los instrumentos se callaron y vimos al rasta hacer la carpa un bollo de diario y desaparecer. Alan había probado esos sapitos negros que se decía si los chupabas eran como el LCD, pero no pasaba nada. El sapo te meaba en la boca y seguía en la suya pescando bichitos. Alan era uno de los tipos más hermosos que he visto. No hay un lago en el sur que se pueda comparar con sus ojos ni arena semejante a su pelo largo y rubio. Era un lago a orillas de la playa en un solo cuerpo que se tragó un día la costa de Brasil. Viajaba con un huiro que servía de estuche para la quena y un charango al que arrancaba cuarenta canciones con dos acordes. La última noche que estuvimos juntos fue en la despensa del melenudo fortachón cazador de tiburones que coleccionaba sus mandíbulas y vendía alcohol suelto. Tenía guardada en un cajón junto a algunas líneas de pesca una carta de Manu Chao; de hecho, si se mira el disco “Clandestino”, como mapa de viaje aparece el Cabo Polonio de aquel entonces. Aquella noche que extiende sus estrellas en el recuerdo hacia el futuro, la luna fue roja, o quizá se tratara del sol, pero algo se incendiaba entre nosotros desde arriba.
El día que llegamos a la primer cañada se acercó Ana, morocha y descalza, tenía el pelo tan negro y corto que parecía un pedazo de noche se había quedado cernida a su cabeza. “Si quieren, se pueden sumar al grupo, lo que sí, acá todo se comparte y nos turnamos de a dos para ir a buscar leña al monte que queda acá a cuatro cuadras. Hay que ir de tardecita porque de día la arena se pone re salá.” Las frases de los uruguayos están minadas de pequeñas lomadas y recovecos melódicos, médanos y casas viejas y bajas. El novio de Ana tocaba en la guitarra parte del cancionero de Baden Powell cuando todos dormían. En una mesita cercana a la carpa general improvisada con ramas gruesas, bajo una lona de camión, estaban las cosas de todos. Por la mañana se salía a buscar cholgas a los pedregales para comerlas con arroz y algunas noches, con un farol y un mediomundo metidos hasta la cintura, se engañaba a los pejerreyes con que la luna por un momento estaba mas cerca que de costumbre; los peces se reunían sin dejar de mover la cintura al compás de las olas y se los dejaba boqueando palabras mudas fuera del agua.
Las cañadas estaban señalizadas por la gente del lugar con carteles de madera pintados con flechas o simples frases como “no lavar aquí”. Así se daba a entender que el agua que se quería tomar debía ser sacada de la raíz donde el agua brotaba milagrosamente entre algas y barranquillas, y lavar o bañase en la desembocadura. La arena servía de esponja. Se podía ir y encontrarse con una pareja desnuda, “perdón” era la primer palabra, “¿perdón”, contestaban, “nada de perdón”. Si Eva existió, debió de agacharse de esta manera, como un ser que nunca vio un espejo y desconoce la vergüenza mientras su amiga, desnuda, le lava la cabeza dejando ver dos alas de ángel tatuadas que comienzan en los hombros y terminan donde se curvan las nalgas. Algunas parejas paseaban desnudos por la playa, se acostaban, dormían, volvían a caminar y se perdían en el mar como dos cañadas tomadas de las manos. Quien tenía respeto y sentido de la animalidad podía llegar a acariciar un lobo marino, caminar entre las piedras en busca de algún piletón, sumergirse en el espejo y nadar nuevamente hasta la orilla descansando en algunas rocas del camino.
Regresé a Cabo Polonio once años después en dos oportunidades. Habían montado un estacionamiento pago y baños higiénicos. La entrada al lugar se cobraba detrás de un vidrio. El rancho del viejo era poco más que un corral cercano a los trescientos autos que esperaban regresen sus dueños. A mitad de camino, un guardia sube al camión para revisar que nadie entre una carpa, y un guardaparques vestido con un traje verde pasto vomitado por las vacas vigila que nadie acampe. Donde estaban las cañadas, se asoman hilachas de madera y al escarbar un poco, se pueden encontrar restos de los ranchos que fueron barridos por las topadoras del municipio, maderas, monedas, cucharas y adornos de cristal roto. No hay carpas, artesanos, perros ni caballos, tampoco música. Menos desnudez. El día en una casa sin agua ni luz cuesta cien dólares y por las noches, dos bares con música electrónica tienen estacionadas varias camionetas 0 km. Pero se divisan velas flotando en el mar campeado de la noche como sostenidas por pequeños barcos de papel sobre la tierra. Una misa que alguien tiende a la luna. Un bar donde el gigante Mamut, mas canoso que entonces, toca el bajo para cinco tipos sentados en algunos sillones sobre un piso de madera que flota en el infinito.

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