viernes, 15 de julio de 2011

Hablando solo

 
                                                                   "Deja no me lo repitas mas, nosotros y ellos vos y yo,      que nadie se ponga en mi lugar, que nadie me mida el corazón... se pasa el año se pasa volando, ya no hay mas nadie que pueda alcanzarnos, y yo mirando sentado en el campo, como se pasa el año volando."
Fernando Cabrera.

Seis meses dándole cuerda a las alas de la espalda buscando alcanzar su mariposa. Ahora que lo pensaba, detenerse en Plaza Rocha no estaba nada mal si consideraba que el invierno igualaba con su gris los espacios verdes de la ciudad. Lo que para Mariana había sido el simple retraso de una cita, significaba para José la postergación de la alegría. Rodeó la manzana  de la facultad de Bellas Artes. Después de la primer esquina, antes de llegar a la fotocopiadora cruzaría para no sentir el olor a tinta impresa en el papel, árboles en vano, carne de apuntes leídos por la mitad. Sintió asco a pesar del ardor en las manos y la sonrisa por encontrarla. Habían sido las dos horas más largas del día. Si la vida estaría echa de momentos semejantes sería tan larga…
Aquella mañana fue al trabajo a las ocho y retiró una hora antes para ir a dar la última clase en la facultad; midió con los alumnos cada palabra para no caer en la imperfecta fatalidad del final de cursada que se asomaba ronca y salada con su trampa sin dientes, la colección de pequeñas muertes que amanecen cada día; definitivamente, los chicos del barrio toba participaban más al interior del aula allá en el barrio; una hora que devolvería el día siguiente porque hay que educar a los compañeros y no malacostumbrarse a la inclinación del hombre a socializarse, a mimetizarse con la burda naturaleza de las cosas.
No se olvidaba además de su trabajo en el sucio locutorio cuando era joven y menos feliz, hacía el amor en una banqueta luego de bajar la persiana, lo único que había aprendido de su patrón era a guardar los billetes de dos delante del de cinco, el de cinco del de diez y así , pero pocas veces un cien y lo más importante, carita tras carita. Los próceres se apoyaban el pecho en la espalda, susurraban cosas al oído, comentarios de la patria que no habían podido conseguir para los jóvenes; de su trabajo de parrillero, de separar chatarra con sus compañeros de Mansión Obrera bajo el sol picante del verano a orillas del río por cinco pesos la hora, de cuando se levantaba al día siguiente con la sensación de fiebre por los músculos entumecidos para retornar a romper y cargar hierros entre gitanos que hablaban hidish y eructaban a cada bocado, había que pelearse para que aflojen un sanguche al mediodía si se querían que tuviese jamón y queso. Y todo por no caer en Gobernación donde lo invitaba a trabajar su hermano, ¿pero porqué no venís?, tres horas menos, no trabajás los sábados y cobrás el doble. Miraría entonces los reclamos de quienes hoy eran sus compañeros por la ventana o siquiera se animaría a asomarse para ver las palomas de la plaza, se reiría interiormente de sí mismo, de su cerrado porvenir. Siempre lo asustó la estabilidad, la seguridad, la falta de riesgos, disolvería cada mañana sus pensamientos en el azucar del café, revolvería contradicciones, se ajustaría las poesías con el nudo de la corbata, podría llenarse de objetos mediante cómodas cuotas, alquilar algo más higiénico y la libertad... ¿y la libertad? No podía escribirse ni volar con la pluma del dinero, no podría se tan pobre. Siquiera tenía hijos que pudieran justificarlo. ¿Y si tenía uno? ¿Con quién? Respiró el aire sucio.
Saldría de la facultad seis menos veinte, se enteraría que le pagarían con tres meses de atraso y en negro, entraría a las seis a la asamblea del Bachillerato Bartolina Sissa y se retiraría nueve menos cinco con la excusa de que llegó mamá y hay que tomar la teta cada tres meses. Mínimo. Cruzaría  sin necesidad hasta la plazoleta para detenerse a conversar con los artesanos acerca de algún objeto de alambre que no compraría, ya en la esquina escucharía algún violín aburrido dirigido por una partitura que apretaba animalitos negros renglón a renglón. Por un espejismo apresurado, le pareció que Mariana leía sentada junto a la pared. En el retrovisor de un automóvil vio las tres horas de sueño de la noche anterior por escribirle una carta de un tirón sentimental que lo había despabilado y ahora sí, al levantar la vista adivinó su silueta imposible acercándose decididamente con su agitar de brazos hacia atrás, el aleteo de sirena repetía aquel fines de enero cuando la vio alejarse por la playa en dirección al faro hasta volverse roca o caracol. La simplicidad aireada del saludo y la anulación del tiempo en el abrazo, el aroma a madera por sobre el hombro; recordó el pino al que trepaba para observar el pueblo una vez finalizado el campo, los caballos sin montura y los pájaros que cambiaban de cielo.
- El libro lo tengo en el auto, hay que cruzar la plaza-. Sin duda lo más importante era la carta. El libro no hablaba de ellos.
-… Ah, yo tengo el mío acá atrás.
- Pero yo estoy con él-. Señaló al perro que movía la cola. El Negro Sultán sabe, pensó.
Pasaron delante del mural de Mariano Ferreira, sus ojos de ciervo, su muerte viva. Se alejaron y sintió que fundaba una vereda ella, un perro, él. Era tan cómodo ser feliz. Se distrajo en una hamaca, el tobogán, el banco donde diez años atrás se sentaba con amigos a matar cervezas. Era menos petisa de lo que había creído hasta entonces, alguna vez había escrito: “si supieras petisa que se me juega el futuro entre lluvias y tormentos embarazados de sol por imaginar  un encuentro, y que en cada esquina los soldados que prestan armas a tu aliento fusilan a mis perros que lamen la corteza de los sauces sedientos de una sombra donde bañarse con las hojas que vuelan hacia el nido de tu abrigo... tu figura se ha caído por siempre de la geometría planetaria que curvó las rutas hirvientes de los campos y me llevaron a tropezar con vos orillando fines de enero, hasta que decidiste trazar esta línea infinita en la comisura del mas rojo silencio. Si te hubiera buscado entonces, quizá hoy nuestro amor estaría consumado. ¡Cómo cuesta petisa lo mas simple que es animarse al amor descalzo que te invito a caminar sin mas deseo que haberte acompañado! ... ya la estrella de mar rodó buscando la luna que cuelga debajo tu espalda. Lo que para ti es olvido, para mi es recuerdo, aquella tarde sin fondo donde se quiebra el ala nacida del ombligo del viento.”
No era petisa. ¿Habría crecido en estos seis meses desde que se habían visto por última vez? ¿Cómo había podido equivocarse así? Debía volver sobre el texto, cambiar el adjetivo. Frescura. Su frente en mi boca, pensó. Llegaron al auto, sacó la carta recubierta de libro. ¿Cuándo una carta no es ridícula? Cuando se rompe, cuando no habla de uno, cuando no se lee después de escrita. Abrió el libro.  Le pareció que el rostro indio y ajado de Hermann Hesse estaba al borde del insulto. Lo cerró a tiempo. Recordó la dedicatoria en la primera página de Summa Literaria: “Porque sentía que regalándote un libro te estrechaba las manos”. Confesó la existencia de la carta.
-¿Para seguir hablando solo? Le pareció agresivo, expulsivo. Seis palabras que destruían los seis meses de escribir el verano, contar su mar granito a granito, abrigar los pájaros en otoño para llegar al invierno.
- Si. Pero en silencio-. ¿Cuando uno no habla solo?
Después de acompañarla irá a visitarlo a Federico. ¿Algo nuevo? No Fede, nada. ¿Vos? Nada loqui. Retornaron a la oscuridad de la plaza. Le entraron ganas de andar en bote, darle de comer a los peces, echar el ancla.
- Bueno-, dijo Mariana,  -si tenés algo que decirme hacelo ahora-.
Los seis meses de espera se diluyeron en el papel blanco de la noche. ¿Cómo podía hacerle esa pregunta así, como si dijera “barreme la vereda”? Creyó despertarse. Frente al silencio la palabra del otro siempre es estúpida, salvo que calle y salte entonces al lugar del cobarde. La cárcel del enamorado: en el intento por explicarse se condena a sí mismo por el juicio de su propia palabra, o muere de hambre tragando sus verbos de sangre.
- No. Todo fue y está siendo dicho. Que no voy a escribirte ya correos, pero necesitaba decírtelo a los ojos, a la boca, a la nariz, no había otra forma de dar luz a la promesa.
- ¡Bien!, porque ya me tenés harta, estamos en veredas distintas.
Entendió que lo decía con evidente alegría. Miró el cartel que colgaba del árbol mas cercano buscando las palabras, luego sus pies para comprobar que no era así. Estaban en la misma vereda pero cada cual en sus zapatos. Se sintió descalzo y que subía la desnudez por los tobillos en dirección a la cien.
- Que siempre te pensé feliz, nunca con tristeza. No quise, pero es algo que te puede tocar el hombro en una esquina, al cruzar la calle, un pájaro pasa, no es algo a lo que hay que darle mas trascendencia que ésto, al encontrarse con uno un día cualquiera, al recordar…-. Volvió sobre el texto viejo que le había escrito, “... yo te fui haciendo de a pedacitos como pan dado en el pico hasta convertirte en la paloma que de lejos veo volar por amores que no son el mío. Es tu primavera ciega al otoño el que celebro a pesar de sacarnos a pasear de la mano por veredas enfrentadas y plazas enfundadas en la inevitable distancia que aumenta como una lupa tu espalda en cada ventana de la mañana, el sol juega a los dados con las estrellas para inventar una escalera que me lleve hasta la casa mas cercana del olvido a escuchar música contigo”. 
-El amor es una planta lenta a la que no es fácil echarle tijera sin lastimarse el estómago, -continuó- . Puede florecer desde lo mas terrible del hombre, un día se siente que algo raro hay en la boca y al meter los dedos se saca una flor de entre los labios, primero una, luego dos, amarillas, me ha pataleado un niño adentro durante este tiempo, ha jugado solo cabeceando la pelota de la soledad, con treinta años, ya no le regalo el tiempo a cualquiera; hay una edad en que la soledad no se negocia. Ocurre que la poesía ocupa un lugar marginal, no es tomada muy en serio y haberte escrito...
Se dio cuenta que estaba volviendo sobre las tintas de la carta. Aunque no quiso irse sus palabras lo espantaron. La levantó al abrazarla, sin querer, como queriendo por siempre, como le gustaba le hicieran cuando era hace un rato de quince años nomás, pibe. Le apretó la mano y se fue para luego arrepentirse. No se animó a mirar hacia atrás. Ella caminaría adelante, con sus perros, continuaría cruzándosela cada día, en cada esquina. No visitaría a Federico. No esta noche. Tenía una mujer en la boca. Subió al auto. Encendió dos cigarrillos, primero uno, luego el otro, y se quedó a solas con ella y el Negro Sultán. ¿Te puedo hacer una pregunta? Ella no contestó. Vos, ¿a qué viniste hoy hasta acá? Se detuvo observando el cielo de gris, escarbando en busca de una estrella.  Y arrancó.  

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