lunes, 25 de julio de 2011

El niño y el faro (vuelta de las vacaciones)


      Existe un faro en algún punto del extenso territorio al borde del mar que es necesario encontrar. Sentarse a descansar en la noche bajo su luz como se descansa bajo la sombra de un árbol, respirar una nube al pasar, el cuero agridulce de algún lobo marino, oir el sonido tormentoso que guardan los caracoles en su esqueleto bajo la piel azulada del mar. Al cerrar los ojos, el quebrar de las olas se acerca al sonido del viento en las copas del monte.
      Se trata de un faro nombrado por una niña. Esto lo convierte en un objeto lejano, probablemente inexistente, no porque mienta, es sabido que los niños y los locos no mienten, sino porque ha crecido y sólo ella puede verlo como entonces. Se trata de un ejercicio similar al de recorrer la casa en la que uno pasó su vida con los ojos vendados sin chocarse un objeto quince años después de haberla abandonado, o el juego de invertir la perspectiva del suelo con un espejo en las manos y pasearse por las salas con la certidumbre de no caer al vacío al traspasar los marcos de las puertas.
      Luego de la lluvia de anoche salimos con Sebastián a  fumar, recorrer y recordar el pueblo hasta llegar al comienzo de las sombras que cierran su escenario al borde del Cañadón de Mendeguía. Deberían ser las dos de la mañana. Adivinamos antes de llegar a la esquina del jardín de infantes nº 1 que estábamos donde me dejaban cada mañana. El lugar  se había empequeñecido; el tiempo, antes que inflar las vivencias y dilatar los espacios, parece reducirlos para que puedan entrar en la mirada. Comenté a Sebastián que alguna vez debería entrar y sentarme a oír el remolino de gritos y alegrías alrededor del arenero que hacen de este lugar un mundo de niños al interior de un pueblo de grandes.
      Doblamos la esquina y vimos saltar desde la combi gris a  un niño de pelo lacio y rodillas angulosas con su bolsita colgando del hombro. Por el cuerpo menudo y sin cuello sentado al volante y la sonrisa morocha de perfil, era seguro manejaba Carrizo. Entró a brincos de calandria. No fue necesario subir las escaleras y saltar con la vista al otro lado de la puerta de vidrio para recordar el piso naranja donde se formaba la ronda para el “lobo, ¿estás?” siempre detrás del piano, o la mesa para la merienda servida en vasos de plástico multicolores con mate cocido con leche y el pan huntado con algo semejante a témpera. Apenas me acerqué, la puerta cedió con la levedad de una hoja.
      El pasillo de entrada olía a algarrobo y mariposas de papel. Desde algún rincón se oía “El rey compás” y por las ventanas entraba un viento que peinaba las cortinas. La luna descansaba en el piso como un charco de leche. Una luz más allá de la inclinación política que sólo podría explicar valiéndome del sentimiento de un niño me  condujo hacia la izquierda donde estaban las salas de  tres, cuatro, y cinco al final del pasillo. Recordé que aquí, en la sala de Dirección, alguna vez me cambiaron la ropa luego de haberme orinado y más allá apreté la cara contra el sexo de una maestra entre llantos. Las mesas del interior de las salas me deberían llegar a las rodillas y se encontraban rodeadas de objetos de colores tirados en el piso junto a algunos libros caídos de la biblioteca. En cada una de ellas estaba la cama tendida para la siesta donde hoy apenas podría descansar una pierna. No faltaban diez pasos para llegar a la sala de cinco donde aprendí que la letra “o” se representaba dibujando una mate con bombilla, cuando ví al niño que había bajado de la combi parado en la puerta de la sala con las manos en la cintura. Sonrió y fue como hundirse en un espejo. Tenía el pelo de la época en que iba a “lo de Pelusa” y ordenaba “lo quiero como Carlitos Balá”; con los años llegaría el “cortiro y con raya”. Extendió su mano como se ofrece un pan. En el centro de la sala de cinco donde faltaba el techo había un faro con su mar, su viento y sus piedras. Nos sentamos en la noche bajo su luz como se descansa bajo la sombra de un árbol a respirar una nube al pasar junto al cuero agridulce de los lobos marinos, y oir el sonido tormentoso que guardan los caracoles en su esqueleto bajo la piel azulada del mar. Cerramos los ojos para escuchar en el quebrar de las olas el sonido del viento en las copas del monte, y conversamos acerca de la única fotografía en Necochea en la que estamos sentados a upa de papá unos veinticinco años atrás.

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