lunes, 6 de agosto de 2012

Amarillo





Cerró los ojos. Encendió el recuerdo. Tuvo la impresión de que el mar estaba cerca. Volvió a la escalera y la lamparita encendida durante la tarde y el conejo encerrado en la jaula de la veterinaria de al lado. La sal comenzaba a arrugarle el pecho. Entre la incertidumbre de la media luz y la falta de certezas eligió la despedida. A la suerte indefinida del gris se inclinó hacia el púrpura de la soledad. Proscribió hacia el interior su estrella oscura. Frente a las velas apagadas sobre la mesa de luz, arrodillado, el otoño se frotaba las manos y en las sombras del rincón ardía la humedad de hojas de tela y olor a ropa vieja. La nave de su casa debería ser rearmada con restos de lo humano.
El funeral de mediados de junio se levantaba sobre la misa de los cuerpos que aún veía tendidos a su lado. Nadie lamenta los árboles cuando mueren, salvo los pájaros, pero los pájaros no lloran, cantan el llanto. Igual a un pájaro se fue y quería quedarse. Pero en el fulgor del infierno el fuego no se mendiga, se merece. 
Abrió los ojos y apagó el recuerdo, se curvó en la cama. Los ladridos de frío se acentuaron. Alguien golpeaba las palmas en la puerta. Atravesó el patio, los árboles pelados, sus ramas sin pájaros, apenas venas grises que arañaban el cielo. La primavera aún estaba lejos. Antes de llegar, Roberto el correntino le extendió una manzana a través de la reja. Uno de los dos estaba preso cada cual en su paisaje. La sonrisa de siempre se le escapó al viejo con todos sus caballos. Le alcanzó un cuchillo del bolsillo para pelar la manzana que le pareció una birome, en sus manos no había objeto que no  se volviera pequeño. Una pluma en un día nublado. Escribir sobre un papel y pelar un fruto no es tan distinto. Hubiese querido dejarle en sus manos el recuerdo de aquella mujer. Hacía dos semanas el correntino le había hecho un encargo, musicalizar un poema que había escrito, dormido entre susurros, envuelto en el papel del amor por los pétalos de los domingos, lo había olvidado.
En el brillo de sus ojos Roberto pudo ver el descampado de enfrente. No necesitó darse vuelta para adivinar que por el lado izquierdo del camino de tierra se acercaba en su zanella colorada el viejo de boina de lana que traía la lotería. Por solo cuatro pesos, Roberto soñaba toda la semana. Lo vio alejarse sin decir nada de la misma manera en que había llegado, con la diferencia del tranco más acelerado. A medida que crecen, las personas simplifican los sueños y acortan los pasos. 
Volvió a cerrar la reja. La abrió nuevamente y la volvió a cerrar. Repitió el gesto, actor de su propio ensayo, evocó el sonido de una hamaca en la plaza de algún pueblo, al sol, una calesita giraría lejos con jirafas, avionetas y caballos. La sonrisa de Roberto. Repitió el abrir y cerrar unas seis u ocho veces, el parpadeo de hierro en este rincón de la ciudad donde los ojos de la tarde se rasgan de silencio en nada se alejaba el sonido de un relámpago o un relincho.
Al entrar palmó la cabeza de los perros, cada vez que se regresa saltan como lo hacen los niños cuando se les trae caramelos. Caminó por el camino oblicuo, cortó una rosa a la pasada. De un soplido quitó la pequeña telaraña que impedía abrir los pétalos internos. Así como una calesita giraba, una rosa se secaría lejos en algún departamento. Era domingo sin pétalos y el amarillo igual a un monstruo feliz se retorcía en el piso con el viento. Se recostó sobre el animal y oyó un aletear de alas que venía de su cuarto, alguien cerraba en dominó las páginas de un libro. La explicación a los recuerdos llega para cuando ya están delate nuestro, antes que el tiempo flotan en el espacio y echaban luz ahora sobre la cama de metal mojado. Era el año 76’ cuando lo obligaban a cantar con la espalda enjaulada, la luz disminuía entonces en el resto de los cuartos, sólo los gritos subían, junto con el suyo, un coro de muerte afinado con los instrumetos para ajustar los salarios y achicar en la mesa el contenido de los platos. Era necesario que los milicos volvieran a arreglar el país, también su patio. Quizá el problema era que habían estado poco tiempo y era necesario volvieran a ajustar los desarreglos que habían dejado. La dictadura había ganado y el resultado eran millones de marginados.     
El amor es un bastón que en ocasiones lleva al ciego. Se levantó del suelo y sacudió el viento, el amarillo de la ropa. Caía la noche detrás del telón de la ventana. Debió haberlo sospechado. Se olvidó de golpear. Debía comenzar a golpear incluso en su propia casa, olvidó lo necesario que es espiar antes de entrar. Una manera de anticiparse a lo definitivo es conocer el ángel antes de abrir el cielo, antes de brindarse, conocer al huésped.
Vió a Melimí junto a la cama, encendiendo las velas con su mirada, rodeada de cerros y lomadas, senderos y angostos caminos se cruzaban. Gritó su nombre, desde el laberinto de su cuarto contestó el eco de cuando se desnudaban, el silbido de una nube al pasar, un relámpago montado en un relincho de cristal. Lo empujó una mano que le pareció de viento, cayó de rodillas frente a las llamas como una emulación del otoño. Sobre el pelo rojo del atardecer, una canoa hecha de labios lo llevaba por un río de espejos a incendiarse desnudo al interior del silencio. Sobre el agua de pasto verde cruzó el patio, bordeó el nogal, zigzagueó entre el duraznero y el naranjal, feliz lo saludaron el correntino y los perros.  

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