jueves, 2 de febrero de 2012

En vacaciones


Uno mismo. Un niño o niña de seis u ocho años a quien se aprecie y estime mucho pero se conozca poco. Una foto de sus padres. Un auto viejo. La foto de sus padres en la luneta del auto viejo. El mate. Un destino inapelable más allá del desierto hacia los espejos donde tiembla la luna. Una cámara fotográfica. Un pack de doce cajas de leche. Una caja de vino. Instrumentos musicales dos, preferencialmente tres. Veinte o treinta discos de música. Libros, uno, a lo sumo dos (la lectura y los niños se llevan como las plantas con los animales en un patio pequeño). Bananas, duraznos, manzanas, naranjas, un melón. Papas, batatas, cebollas, morrones, tomates, ajos. Zanahorias aparte, siempre baja del cielo algún caballo color ceniza a comer de la mano. Entonces también azúcar. Condimentos. Algunos utensilios de cocina. ¡Ah!, otra botella, por ejemplo cinzano. Dos sillas. Un disco de arado donde cocinar. Una garrafa con hornalla y sol de noche. Velas, muchas velas para improvisar un altar en cada lugar donde se duerma del bosque. Dos cañas. Un encendedor. Otro de repuesto. Una mesita. Un velador. Un triple. Adaptadores. Un alargue. Una linterna. Un jabón. Una carpa. Un colchón inflable. Una frazada para tapar al niño. El recuerdo de los perros. Un niño o niña de seis u ocho años que en la ronda de árboles fosforescentes que calientan sus espaldas junto al fuego te pregunte ¿sabías que para que el fuego siga prendido hay que darle canciones?

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