Un mar en
el ascensor
Lo habría evitado con demorarme un minuto más en la biblioteca, uno de
los pocos lugares de la ciudad donde se puede encontrar frescura y soledad.
Pero ahora yo estaba ahí, a la espera del transporte cuando la mujer me clavó
los ojos unos metros antes de llegar. Venía con el hombre de la mano,
arrastrándolo como a un chico.
–Disculpe, me tengo que ir al trabajo, es mi papá y es ciego, tiene que
subirse al colectivo Sur 13 ¿usted me haría el favor de subirlo? Gracias, acá
está el bastón.
Sin darme tiempo a reaccionar, la mujer se perdió entre la multitud.
Miré al hombre encorvado, de gafas oscuras, peinado con fijador. Llevaba puesto
un sobretodo negro hasta los pies y un rosario al cuello.
–Para esto uno trae hijos al mundo– murmuró con el rostro hacia el piso.
–Mi nombre es Sebastián, soy escritor.
–César, mucho gusto. ¿A dónde va?
El ciego no contestó. Además de ciego parecía sordo.
–¿Me permite contarle una historia en lo que se demora el transporte?
Sin prólogos– dijo.
–Lo escucho– respondí sin despegar la vista de la esquina, por donde
debía asomarse el autobús de un momento a otro.
–Mire, la historia es así. Yo oía a mi vecina cantar por las mañanas y
gemir por las noches. Cuando su esposo se iba ella empezaba a cantar y cuando
llegaba, comenzaba a gemir. Yo vivo solo en el piso ocho hace treinta años, y
nunca tuve tantas ganas de saber a quién pertenecían esos gritos. La voz es el contorno
de las personas, forma parte de sus orillas. He evitado asociaciones por temor
a caer en la falsedad. Usted sabrá, de conjeturas están hechos los sueños y de
esperanzas el futuro.
Por el sonido de sus tacos en los azulejos del baño yo interpretaba el
momento en que se sentaba en la taza del inodoro, imagínese que soy capaz de
escuchar la rotación del eje donde se coloca el papel sanitario. Entonces yo le
hacía el café mientras ella terminaba sus cosas en el baño pero a veces se
demoraba, la leche se enfriaba y yo terminaba desayunando solo. Incluso eso
soportaba, desayunar solo.
–No entiendo– lo interrumpí–. ¿Desayunaban juntos?
–No, no. Yo armaba toda esa escena, era como un juego para mí, eso de
teatralizar el desayuno. Después yo salía al pasillo, subía la escalera hasta
el último piso y me encerraba en el ascensor. Y me quedaba ahí, a la espera de
que ella saliera de su casa y presionara el botón del elevador. Se demoraba unos
minutos, pero una vez juntos, yo empezaba a respirar lo ocurrido debajo de su
pollera, su olor a marisco bordado de algas y vegetales. Algunos vecinos se
fastidiaban porque subían y yo estaba ahí, cuadruplicado frente al espejo. Pero
los más simpáticos me saludaban, ¿cómo anda el cieguito paseador? Ya puede ir
trayendo la camita, bromeaban.
Ella subía al elevador en el piso nueve, pero era entre el seis y el
siete que se levantaba una lluvia de escamas.
–¡No bromee! – lo interrumpí otra vez.
–Por mi madre– dijo el ciego llevándose a la boca el rosario que tenía
colgado–. Imaginaba los peces entre sus piernas, atrapados en su red de tela
blanca. Incluso ahora mientras se lo cuento, crece dentro mío una ola de
ansiedad. ¿Me sigue?
–Por supuesto– respondí ansioso mientras encendía un cigarrillo.
Pasarla a buscar en el ascensor significaba salir a pasear en un
baquiestafo, nuestra nave espacial marina que nos saca del mundo que nos rodea.
Al principio, los gemidos eran la brújula hacia los mares del insomnio y yo
escribía sin problemas. Usted sabe que los escritores somos vampiros y chupamos
palabras de la noche. Su marido es un marinero jubilado y raras veces se
ausentaba de la casa, salvo por las noches cuando bajaba para tirar la basura.
Yo he llegado incluso, a revisarles la bolsa de basura. Perdí la vista de niño,
pero guardo las voces que acompañaron mis primeras imágenes. Con ese material
no es necesario más, el resto es intuición de la realidad que yo convierto en
fantasía. Para un ciego, todas las mujeres son hermosas porque… bueno, porque
las mujeres siempre son lo que deben ser. Pero ella convirtió mi casa en una
isla desierta, y llegó un momento en que necesité verla, descifrarla con los
dedos. Entré un sábado por la noche a su casa. No había parado de cantar en
toda la tarde. Su voz tenía el brillo de las mujeres cuando se alejan de los
hombres. De hecho, su marido se encontraba de viaje. Decidí no llevar el bastón
porque todos los departamentos son iguales, y creí que podría orientarme con
facilidad.
Más silencioso que una sombra atravesé el comedor y entré en la sala,
pero hice unos pasos y caí dentro de una piscina. Dentro del agua, sentí su
mano y luego en mis labios, sus labios. La abracé debajo de la cintura, a la
altura de las nalgas, y comprobé lo que sospechaba. Su cuerpo, en lugar de
piernas, continuaba en una resbaladiza cola larga. Estuvo dándome aire boca a
boca hasta que se aburrió, así son las sirenas. Luego me sacó a la superficie.
Ella y su marido decidieron mudarse a los dos días.
El ciego detuvo el relato.
–Usted sabrá disculparme, ¿me haría el favor de preguntarle a la señora
que tiene al lado si este colectivo es el que espero?
En efecto, un autobús se había detenido delante de nosotros y a mí, que
veía, se me había pasado. Estiró el bastón para tantear el transporte. Observé
el cartel, era el Sur 13. Su intuición volvía evidente lo real. Pensé en
mentirle para escuchar más. ¿Qué había sido de aquella mujer?, pero temí ser
descubierto en mis intenciones. Lo ayudé a subir y me quedé parado ahí, los
hombres siempre reaccionamos tarde, y al ver que el autobús se alejaba, corrí
detrás.
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