domingo, 6 de agosto de 2017

Un mar en el ascensor

Lo habría evitado con demorarme un minuto más en la biblioteca, uno de los pocos lugares de la ciudad donde se puede encontrar frescura y soledad. Pero ahora yo estaba ahí, a la espera del transporte cuando la mujer me clavó los ojos unos metros antes de llegar. Venía con el hombre de la mano, arrastrándolo como a un chico.

Disculpe, me tengo que ir al trabajo, es mi papá y es ciego, tiene que subirse al colectivo Sur 13 ¿usted me haría el favor de subirlo? Gracias, acá está el bastón.

Sin darme tiempo a reaccionar, la mujer se perdió entre la multitud. Miré al hombre encorvado, de gafas oscuras, peinado con fijador. Llevaba puesto un sobretodo negro hasta los pies y un rosario al cuello.

–Para esto uno trae hijos al mundo– murmuró con el rostro hacia el piso. –Mi nombre es Sebastián, soy escritor.
–César, mucho gusto. ¿A dónde va?

El ciego no contestó. Además de ciego parecía sordo.

–¿Me permite contarle una historia en lo que se demora el transporte? Sin prólogos– dijo.
–Lo escucho– respondí sin despegar la vista de la esquina, por donde debía asomarse el autobús de un momento a otro.
–Mire, la historia es así. Yo oía a mi vecina cantar por las mañanas y gemir por las noches. Cuando su esposo se iba ella empezaba a cantar y cuando llegaba, comenzaba a gemir. Yo vivo solo en el piso ocho hace treinta años, y nunca tuve tantas ganas de saber a quién pertenecían esos gritos. La voz es el contorno de las personas, forma parte de sus orillas. He evitado asociaciones por temor a caer en la falsedad. Usted sabrá, de conjeturas están hechos los sueños y de esperanzas el futuro.
Por el sonido de sus tacos en los azulejos del baño yo interpretaba el momento en que se sentaba en la taza del inodoro, imagínese que soy capaz de escuchar la rotación del eje donde se coloca el papel sanitario. Entonces yo le hacía el café mientras ella terminaba sus cosas en el baño pero a veces se demoraba, la leche se enfriaba y yo terminaba desayunando solo. Incluso eso soportaba, desayunar solo.

No entiendo– lo interrumpí–. ¿Desayunaban juntos?
–No, no. Yo armaba toda esa escena, era como un juego para mí, eso de teatralizar el desayuno. Después yo salía al pasillo, subía la escalera hasta el último piso y me encerraba en el ascensor. Y me quedaba ahí, a la espera de que ella saliera de su casa y presionara el botón del elevador. Se demoraba unos minutos, pero una vez juntos, yo empezaba a respirar lo ocurrido debajo de su pollera, su olor a marisco bordado de algas y vegetales. Algunos vecinos se fastidiaban porque subían y yo estaba ahí, cuadruplicado frente al espejo. Pero los más simpáticos me saludaban, ¿cómo anda el cieguito paseador? Ya puede ir trayendo la camita, bromeaban.
Ella subía al elevador en el piso nueve, pero era entre el seis y el siete que se levantaba una lluvia de escamas.

–¡No bromee! – lo interrumpí otra vez.
–Por mi madre– dijo el ciego llevándose a la boca el rosario que tenía colgado–. Imaginaba los peces entre sus piernas, atrapados en su red de tela blanca. Incluso ahora mientras se lo cuento, crece dentro mío una ola de ansiedad. ¿Me sigue?

–Por supuesto– respondí ansioso mientras encendía un cigarrillo.

Pasarla a buscar en el ascensor significaba salir a pasear en un baquiestafo, nuestra nave espacial marina que nos saca del mundo que nos rodea. Al principio, los gemidos eran la brújula hacia los mares del insomnio y yo escribía sin problemas. Usted sabe que los escritores somos vampiros y chupamos palabras de la noche. Su marido es un marinero jubilado y raras veces se ausentaba de la casa, salvo por las noches cuando bajaba para tirar la basura. Yo he llegado incluso, a revisarles la bolsa de basura. Perdí la vista de niño, pero guardo las voces que acompañaron mis primeras imágenes. Con ese material no es necesario más, el resto es intuición de la realidad que yo convierto en fantasía. Para un ciego, todas las mujeres son hermosas porque… bueno, porque las mujeres siempre son lo que deben ser. Pero ella convirtió mi casa en una isla desierta, y llegó un momento en que necesité verla, descifrarla con los dedos. Entré un sábado por la noche a su casa. No había parado de cantar en toda la tarde. Su voz tenía el brillo de las mujeres cuando se alejan de los hombres. De hecho, su marido se encontraba de viaje. Decidí no llevar el bastón porque todos los departamentos son iguales, y creí que podría orientarme con facilidad.
Más silencioso que una sombra atravesé el comedor y entré en la sala, pero hice unos pasos y caí dentro de una piscina. Dentro del agua, sentí su mano y luego en mis labios, sus labios. La abracé debajo de la cintura, a la altura de las nalgas, y comprobé lo que sospechaba. Su cuerpo, en lugar de piernas, continuaba en una resbaladiza cola larga. Estuvo dándome aire boca a boca hasta que se aburrió, así son las sirenas. Luego me sacó a la superficie. Ella y su marido decidieron mudarse a los dos días.


El ciego detuvo el relato.

–Usted sabrá disculparme, ¿me haría el favor de preguntarle a la señora que tiene al lado si este colectivo es el que espero?

En efecto, un autobús se había detenido delante de nosotros y a mí, que veía, se me había pasado. Estiró el bastón para tantear el transporte. Observé el cartel, era el Sur 13. Su intuición volvía evidente lo real. Pensé en mentirle para escuchar más. ¿Qué había sido de aquella mujer?, pero temí ser descubierto en mis intenciones. Lo ayudé a subir y me quedé parado ahí, los hombres siempre reaccionamos tarde, y al ver que el autobús se alejaba, corrí detrás.

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