viernes, 21 de agosto de 2015

Derrota del odio mundial

A los gatos del barrio les brilla el esqueleto flaco
y se les despiertan hasta las uñas de los párpados
cuando bajo el planeta semental de leche y talco
observan tu figura de noche atravesar la calle oscura
igual a un pájaro enjaulado en una garganta,

esperan nuestros restos después de la cena con los ojos achinados
y lamen con lengua de lagarto escamado los ventanales amarillos
mientras del otro lado se dibujan sombras rojas
desesperadas por roer el hueso de la ternura
aunque a veces no sepa a dulzura porque la cebolla también es así de necesaria,

y es que no podemos mostrar al mundo nuestra sonrisa de lobos domesticados  
si a la hora de compartir la luz enterramos el cráneo de la luna en solitario
o frotarnos en la calle los ombligo con verbos de un egoísmo edulcorado
mientras en la intimidad acariciamos nuestros animales internos
con el guante del egoísmo y el odio mundial,

porque para eso existe la rústica isla de la excepción
enseñándonos a poner los platos nuestros sobre la madera de todos
y a curar la espalda del pasado con el espinoso animal de la locura
que envuelve el futuro en sábanas anónimas
para que no nos desgarre el pálido frío de alrededor,
 
capaz de matar la melancolía de los gatos
carceleros de un misterio dentro del cual los ratones aúllan
desde lo alto de una jirafa y hacen el amor con más humanidad
y travesura que los hombres que han perdido la curiosidad y el misterio,

son ahora palomas degolladas alimentadas con migas de sangre
que prestan plumas a los hijos de este pedazo de piel que no podrán matar
por ser portadores de una ternura impermeable a la maldad e insensibles
a las caricias de plástico con el guante del odio mundial.

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