Cerró los ojos. Encendió el recuerdo. Tuvo la impresión de que el mar estaba
cerca. Volvió a la escalera y la lamparita encendida durante la tarde y el conejo
encerrado en la jaula de la veterinaria de al lado. La sal comenzaba a arrugarle el pecho. Entre
la incertidumbre de la media luz y la falta de certezas eligió la despedida. A la suerte indefinida del gris se inclinó hacia el púrpura de la soledad. Proscribió hacia el interior su estrella oscura. Frente a las velas apagadas sobre la mesa de luz,
arrodillado, el otoño se frotaba las manos y en las sombras del rincón ardía la
humedad de hojas de tela y olor a ropa vieja. La nave de su casa debería ser rearmada con
restos de lo humano.
El funeral de mediados de junio se levantaba sobre la
misa de los cuerpos que aún veía tendidos a su lado. Nadie lamenta los árboles
cuando mueren, salvo los pájaros, pero los pájaros no lloran, cantan el
llanto. Igual a un pájaro se fue y quería quedarse. Pero en el fulgor del infierno el fuego no se
mendiga, se merece.
Abrió los ojos y apagó el recuerdo, se curvó en la
cama. Los ladridos de frío se acentuaron. Alguien golpeaba las palmas en la puerta. Atravesó el patio, los árboles pelados, sus ramas sin pájaros,
apenas venas grises que arañaban el cielo. La primavera aún estaba lejos. Antes
de llegar, Roberto el correntino le extendió una manzana a través de la reja. Uno de los dos estaba preso cada cual en su paisaje. La sonrisa de siempre
se le escapó al viejo con todos sus caballos. Le alcanzó un cuchillo del bolsillo para pelar la manzana que le pareció una birome, en sus manos no había objeto que no se volviera pequeño. Una
pluma en un día nublado. Escribir sobre un papel y pelar un fruto no es tan distinto. Hubiese querido dejarle en sus manos el recuerdo de
aquella mujer. Hacía dos semanas el correntino le había hecho un encargo,
musicalizar un poema que había escrito, dormido entre susurros, envuelto en el
papel del amor por los pétalos de los domingos, lo había olvidado.
En el brillo de sus ojos Roberto pudo ver el
descampado de enfrente. No necesitó darse vuelta para adivinar que por el lado
izquierdo del camino de tierra se acercaba en su zanella colorada el viejo de
boina de lana que traía la lotería. Por solo cuatro pesos, Roberto soñaba toda
la semana. Lo vio alejarse sin decir nada de la misma manera en que había
llegado, con la diferencia del tranco más acelerado. A medida que crecen, las
personas simplifican los sueños y acortan los pasos.
Volvió a cerrar la reja. La abrió nuevamente y la volvió
a cerrar. Repitió el gesto, actor de su propio ensayo, evocó el sonido de una
hamaca en la plaza de algún pueblo, al sol, una calesita giraría lejos con
jirafas, avionetas y caballos. La sonrisa de Roberto. Repitió el abrir y cerrar
unas seis u ocho veces, el parpadeo de hierro en este rincón de la ciudad
donde los ojos de la tarde se rasgan de silencio en nada se alejaba el sonido
de un relámpago o un relincho.
Al entrar palmó la cabeza de los perros, cada vez que
se regresa saltan como lo hacen los niños cuando se les trae caramelos. Caminó
por el camino oblicuo, cortó una rosa a la pasada. De un soplido quitó la
pequeña telaraña que impedía abrir los pétalos internos. Así como una calesita
giraba, una rosa se secaría lejos en algún departamento. Era domingo sin
pétalos y el amarillo igual a un monstruo feliz se retorcía en el piso con el
viento. Se recostó sobre el animal y oyó un aletear de alas que venía
de su cuarto, alguien cerraba en dominó las páginas
de un libro. La
explicación a los recuerdos llega para cuando ya están delate nuestro, antes que el
tiempo flotan en el espacio y echaban luz ahora sobre la cama de metal mojado. Era
el año 76’ cuando lo obligaban a cantar con la espalda enjaulada, la luz
disminuía entonces en el resto de los cuartos, sólo los gritos subían, junto
con el suyo, un coro de muerte afinado con los instrumetos para ajustar los
salarios y achicar en la mesa el contenido de los platos. Era necesario que los
milicos volvieran a arreglar el país, también su patio. Quizá el problema era
que habían estado poco tiempo y era necesario volvieran a ajustar los
desarreglos que habían dejado. La dictadura había ganado y el resultado eran
millones de marginados.
El amor es un bastón que en ocasiones lleva al ciego. Se levantó del suelo y sacudió el viento, el amarillo
de la ropa. Caía la noche detrás del telón de la ventana. Debió haberlo
sospechado. Se olvidó de golpear. Debía comenzar a golpear incluso
en su propia casa, olvidó lo necesario que es espiar antes de entrar. Una
manera de anticiparse a lo definitivo es conocer el ángel antes de abrir el
cielo, antes de brindarse, conocer al huésped.
Vió a Melimí junto a la cama, encendiendo las velas
con su mirada, rodeada de cerros y lomadas, senderos y angostos caminos se
cruzaban. Gritó su nombre, desde el laberinto de su cuarto contestó el eco de
cuando se desnudaban, el silbido de una nube al pasar, un relámpago montado en
un relincho de cristal. Lo empujó una mano que le pareció de viento, cayó de
rodillas frente a las llamas como una emulación del otoño. Sobre el pelo rojo
del atardecer, una canoa hecha de labios lo llevaba por un río de espejos a
incendiarse desnudo al interior del silencio. Sobre el agua de pasto verde cruzó
el patio, bordeó el nogal, zigzagueó entre el duraznero y el naranjal, feliz lo
saludaron el correntino y los perros.